Cindy
Mientras intentaba procesar mis ojos se paseaban por todos los presentes, hasta que noté que detrás había un coche estacionado. Era el mío, lo reconocí por la matrícula. De repente mi cabeza buscaba en algún punto a Rocío y a Dan. ¿Dónde estaban? Bruno hizo un gesto levantando la mano y todos comenzaron a desplazarse de forma casi sincronizada. Él pareció seguir mi vista hacia donde estaba el auto estacionado por qué soltó: —¿Quieres aprender a conducir? Sentí un ligero escalofrío recorrer mi espalda de emoción. Había algo en su tono, en la forma en que lo decía, que hacía que la pregunta no fuera tan simple como parecía. —Sí —respondí sin dudarlo, con más entusiasmo del que esperaba escuchar en mi propia voz. Bruno asintió con satisfacción y, sin apartar la mirada de mí, ordenó con firmeza: —Marco. El hombre que se mantenía cerca, al pie de los escalones, levantó la cabeza de inmediato. Marco no era cualquiera. Era el mismo hombre que me había sacado del casino aquella noche sin esfuerzo, como si no pesara nada. Su mirada fría y calculadora ya no me miraba con los ojos que me miraba aquella noche, había respeto ahora. Él escaneó la situación antes de fijarse en Bruno. —Desde mañana, en las tardes, te encargarás de entrenarla —continuó Bruno con un tono que no dejaba espacio para cuestionamientos—. Va a aprender a conducir. Hizo una breve pausa y luego añadió: —Le enseñarás maniobras de huida, conducción evasiva, cómo escapar si la persiguen, si la acorralan. Quiero que sepa reaccionar en cualquier situación, con cualquier vehículo. Sentí que mi pulso se aceleraba. —Y también —siguió Bruno, su voz baja pero letal—, la entrenarás en contramedidas anti-secuestro, escape de emboscadas, respuestas tácticas bajo presión. Marco asintió de inmediato. —Entendido. No había preguntas. No había dudas. Bruno se giró hacia mí, con una mirada que parecía atravesarme, antes de invitarme a entrar con una mano puesta en mi espalda baja. Me guió hasta el pie de la gran escalera que llevaba a la habitación. Su mano se deslizó de mi espalda hasta soltarme por completo, y cuando me giré para mirarlo, su expresión era seria, pero no dura. —Tengo que ocuparme de algo urgente —dijo sin rodeos—. En un rato te llevarán un móvil. Podrás llamarme en cualquier momento si necesitas algo. Asentí sin discutir. Sabía que, cuando Bruno decía “algo urgente”, significaba peligro. En estos últimos días con él, supe que las cosas eran serias y que mi vida también corría peligro. No me dio tiempo a decir nada más. En un movimiento rápido, me atrapó entre su cuerpo y la baranda de la escalera, una de sus manos en mi cintura y la otra en la base de mi cuello. Su boca tomó la mía con una intensidad abrumadora, un beso exigente, sin suavidad ni vacilación. Era posesivo, como si estuviera marcando territorio, dejando claro que yo era suya, aquí, ahora y donde fuera. «Me gustó». Aquello parecía una declaración de algo que no se atrevía a decir con palabras. Cuando finalmente me soltó, mi respiración estaba entrecortada. Sus ojos se quedaron fijos en los míos por un instante más, antes de que diera un paso atrás con su misma arrogancia tranquila. —Sube —ordenó. No esperó a ver si lo hacía. Se giró y se alejó con pasos seguros, desapareciendo por uno de los pasillos. Tragué saliva y subí las escaleras, sintiendo aún el ardor de su boca en la mía y la certeza de que nada en esta casa, ni siquiera un simple beso, era inocente. Mi respiración se hacía más pesada con cada paso que daba sobre las escaleras. La sensación de estar rodeada de mercenarios, de hombres y mujeres de aspecto imponente, de aquella estructura tan precisa y calculada me ponía los pelos de punta. Aunque había crecido en un barrio peligroso, no era lo mismo. No había nada que me preparara para este nivel de organización y control. Y me estaba costando adaptarme, porque, aunque por fuera intentaba mantenerme firme, dentro de mí el miedo seguía palpitando. Pero no era el miedo de antes, ya no. Ahora había algo más, algo que no podía identificar del todo: una mezcla de adrenalina y aceptación. Justo cuando llegué a la cima de las escaleras, algo me hizo detenerme. Fue un sonido familiar. Una risa. Reconocí esa risa. La conocía tan bien que, casi en automático, mis pies comenzaron a moverse hacia la puerta del extremo opuesto del pasillo. Mi mente no lo pensó, mi cuerpo reaccionó. Esa risa era la de Rocío. Sin ella, probablemente no habría llegado hasta aquí. Corrí hacia la puerta, y la abrí. Rocío estaba allí, sentada a horcajadas sobre Dan. Ambos se veían diferentes. Ella, con su estilo gótico tan característico, pero con una coleta alta y la punta de su cabello teñida de un lila brillante. Dan, por otro lado, parecía mucho más imponente de lo que recordaba, con ropa que le confería una presencia aún más intimidante que antes. Al verme, Rocío no pudo evitar gritar, y yo no dudé ni un segundo. Corrí a abrazarla, sintiendo el alivio de estar cerca de alguien que me conocía de verdad, que me había visto vulnerable y sabía lo que había sido mi vida hasta ese momento. —¡Cindy! —gritó Rocío, mientras me apretaba con fuerza—. Te eché de menos, joder. La nostalgia me invadió al sentir su abrazo, pero también la gratitud. Yo también la extrañaba. Dan, observándonos desde la distancia, como si estuviéramos exagerando, luego sonrió y dijo: —Vaya, Cindy, te ves genial. Me gusta ese aire de… no sé, como más madura, más fuerte. El halago me sorprendió. Y me di cuenta de que estaba detallando mi atuendo. Rocío lo miró con una ceja alzada, casi como si no creyera mucho en sus palabras, pero Dan siguió hablando: —Oye, Cindy, quiero hablar con Bruno —dijo, su tono algo más serio ahora—. Quiero pedirle trabajo, no solo para mí, sino por Rocío. Ella merece lo mejor, y yo quiero ofrecerle lo que está a mi alcance. La sorpresa me golpeó de lleno. No me esperaba esa propuesta de Dan, no sabía hasta que punto estaba su relación ahora. Rocío lo miró, y después de un largo silencio, le lanzó una mirada asesina: —¿De qué hablas, Dan? —le preguntó, con la voz áspera. Dan no se inmutó y siguió con la misma firmeza: —Te he pedido matrimonio, pero… me has dicho que no. Pero eso no cambia lo que siento, ni lo que quiero ofrecerte. Si aceptas mi propuesta, puedo ofrecerte más. Rocío, con un gesto impaciente, levantó una mano como pidiendo silencio. —Tira, Dan, ya basta. —Le hizo un gesto para que se callara, algo molesta—. Ya sabes lo que pienso, déjanos un rato que Cindy y yo queremos hablar. Dan, viendo que Rocío no estaba dispuesta a ceder, suspiró y se levantó, mirando a Rocío con una expresión de cariño. —De acuerdo, nena, me voy a la piscina —dijo, como si nada hubiera pasado, mientras se dirigía hacia la puerta—. Lo hablaré con Bruno más tarde. Una vez que Dan se fue, Rocío me miró y, sin pensarlo mucho, se acercó a mí y me abrazó nuevamente. Esta vez, no sentí la emoción tan a flor de piel, pero sí una especie de alivio, como si todo volviera a su lugar. La quería muchísimo. Nos sentamos en la cama, en silencio por un momento. Yo no podía dejar de pensar en lo que acababa de escuchar. La tensión entre Rocío y Dan, la propuesta de matrimonio, su relación algo enrevesada… Todo eso me daba vueltas en la cabeza. —¿Qué te pasa? —me preguntó Rocío, mirándome fijamente. —Parece que Dan, te quiere mucho, y yo te he visto atontada cuando hablas con él, ¿por qué le has dicho que no? Rocío se levantó como si no fuera a responderme, se acercó a la mesita de noche tomó una caja de cigarrillos, sacó uno y lo encendió ahora caminando a la ventana. —Sabes que siempre nos hemos tenido solo la una a la otra, ¿verdad? —dijo Rocío, con la mirada fija en el humo de su cigarro, el cual ya se había consumido hasta casi la mitad. Su tono era suave, pero firme, como si estuviera diciendo algo muy importante. Caminé a su lado, apoyada en el marco de la ventana. El aire frío entraba por las rendijas, y el humo de su cigarro parecía envolverla, dejando tras de sí un rastro de soledad que, por alguna razón, me calaba. Yo la miraba, sentía que el ambiente había cambiado. —Sí, lo sé —respondí en un susurro, porque la verdad es que no hacía falta que me lo dijera. Lo había sabido siempre, que nos teníamos solo a nosotras dos. —No quiero perderte —dijo, sin mirarme directamente, como si las palabras fueran más dolorosas de lo que podía decirlas—. No quiero perderte por alguien, ni por nada. Mis ojos se entrecerraron, me sorprendió lo que acababa de decirme. Yo tampoco quería perderla, pero que me lo dijera así, sonaba extraño. Las palabras de Rocío siempre llegaban como puños, pero esa vez sentí una vulnerabilidad que nunca había imaginado en ella. Mi boca se secó y me quedé en silencio un momento, sin saber exactamente qué responder. Mi instinto me decía que algo más estaba detrás de esas palabras, algo mucho más profundo. Quizás estaba así porque sabía que nuestra vida estaba en peligro después de lo que ocurrió en nuestro departamento. —Rocío... —empecé, pero ella me interrumpió. —No quiero casarme con Dan —confesó, de repente, como si se hubiera quitado un peso de encima, aunque sus palabras fueron como un susurro al viento—. No quiero perderme a mí misma por él. No quiero que nos alejemos, no quiero perder lo único que realmente me importa y eres… tú. El aire entre nosotras se volvió pesado. La idea de que Rocío pudiera alejarse de mí por otra persona me aterraba, pero al mismo tiempo entendía que ella tendría que hacer su vida algún día. Me acerqué un poco más a ella, sin poder evitarlo. Me sentía conectada con sus palabras. —Lo entiendo —le dije, tratando de no mostrar todo lo que sentía dentro—. Pero el hecho de que estés con Dan, no significa que nos tengamos que separar. Tú te mereces ser feliz, como yo me merezco también mi felicidad. No te cohíbas de cosas por eso, quiero que seas feliz, te lo mereces. Y eso no nos va a impedir estar juntas. Rocío no contestó de inmediato. Solo dio una calada más profunda al cigarro, su cuerpo tenso, como si estuviera tratando de tomar aire en medio de una tormenta. Cuando vi que su cigarro se apagaba, sentí el silencio más pesado entre las dos. Ya no era el mismo silencio de antes. Ella comenzó a fumar con desesperación, como si estuviera buscando consuelo en cada calada. Entonces, sus ojos se clavaron en los míos. Esa mirada… era elocuente, como si quisiera decir algo, pero no sabía cómo. Yo no podía moverme, mi cuerpo estaba estático, esperando. —Cindy, hay algo que necesito decirte —dijo finalmente, con la voz temblorosa, casi como si fuera una confesión, algo que había guardado demasiado tiempo—. No fue casualidad que nos encontráramos bajo aquella lluvia. No entendía lo que estaba diciendo. —¿No? —pregunté, tratando de procesar sus palabras. Rocío apretó los dientes, como si estirara el tiempo con cada segundo que pasaba. De repente, su rostro se endureció. El aire se cargó de electricidad, y todo a mi alrededor desapareció. —La noche en la que nos encontramos, bajo el semáforo, bajo la lluvia… —empezó, como si estuviera relatando una historia que había estado guardando. Sus manos temblaban, y aunque no la veía llorar, podía notar el dolor en su voz—. Yo… yo sabía quien eras tú. La shockeada me dejó completamente quieta. Las palabras no tenían sentido en mi mente. Mi respiración se volvió errática, mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. ¿Qué decía? —No entiendo —murmuré, casi incapaz de articular lo que estaba pasando en mi cabeza. Rocío, con los ojos llenos de algo que no pude comprender en ese momento, continuó: —Yo sabía quién eras. Supe lo de tu madre. Supe que mi padre tenía otra familia, otra hija. Lo supe en sus discusiones y cuando él la dejó. Te busqué y te miraba de lejos, hasta que vi cómo te afectó la muerte de tu madre. Vi tu dolor… y me di cuenta que no podía decir nada, porque mi madre había sido quien le había pedido aquello a él, sentí que no podía acercarme a ti, porque pensaba que tal vez tú nunca me aceptarías. Pero esa noche… esa noche vi como estabas al borde de morir de frío, y supe que tenía que ayudarte. Sabía que te necesitaba y que tú me necesitabas. Estaba atónita. Estaba temblando por dentro, mi corazón sentía una fuerza opresiva que no cabía en mi pecho, y mis lágrimas atravesaban velozmente mis mejillas sin cesar. Pero lo entendí. Ahora todo tenía sentido. Aquella noche lluviosa no fue un encuentro fortuito. Fue el destino, un destino que Rocío ya había conocido mucho antes que yo. —Tú… eres mi media hermana —confesó.