Blind Filing

Cindy

Me desperté con una sensación extraña, esa misma que queda cuando la noche ha sido larga y los sueños han sido demasiado reales para disiparse por completo al abrir los ojos. Mi piel estaba cálida, enredada en las sábanas negras de seda que aún conservaban el rastro de mi cuerpo. Me estiré lentamente, disfrutando de la textura suave contra mi piel desnuda.

La habitación estaba en orden, impecable, como si nadie hubiese pasado por aquí, como si el desorden de la noche anterior hubiera sido solo un espejismo. Pero yo sabía que no era así.

Un sonido vino desde fuera, ligero al principio, pero creciente y vibrante. Risas. Altas, alegres, contagiosas. Me hicieron sonreír sin siquiera pensarlo. Me incorporé en la cama y me envolví con la sábana, deslizándola sobre mi piel mientras mi cabello, largo, caía sobre mi cintura con cada movimiento.

Caminé descalza hasta la ventana, arrastrando la tela sobre el suelo, sintiendo el frescor de la mañana en la piel desnuda de mis piernas. Al asomarme, la piscina apareció ante mis ojos. Su forma de violín era perfecta, elegante, un capricho hermoso en medio de la opulencia que nos rodeaba.

Allí, en el agua azul y cristalina, estaban ellos: Dan y Rocío. Se salpicaban, reían, jugaban como niños, sin preocupaciones. Dan hundió a Rocío bajo el agua por un instante, pero ella emergió con una risa sonora, sacudiendo la cabeza como si fuera una sirena saliendo del mar.

Los observé por un instante, sintiendo algo cálido revolviéndose en mi pecho. No era envidia. Era más bien… anhelo.

Estaba un poco ansiosa porque:

Les quedaban dos días.

Dos días antes de irse, a esa casa cerca del puerto donde empezaría de nuevo. Bruno le daría a Dan el trabajo que antes hacía un tal Héctor, y los dos se mudarían juntos, aunque Rocío se resistía a la boda.

Ella y yo habíamos prometido hacer video llamadas a diario. Una rutina inquebrantable, un pacto silencioso de que la distancia no nos cambiaría. Y nos veríamos cada que podamos, ahora que sabía que era mi hermana no quería perderla y me costó convencerla de esta idea.

Yo sabía que ella había aceptado en el fondo porque veía que yo estaba enganchada a Bruno y sabía que lo hacía por mi.

Algo más interrumpió mi atención. Un sonido.

Pasos.

No venían de fuera, sino de dentro de la habitación.

Me giré rápidamente, mi cabello girando conmigo, y ahí lo vi.

Bruno.

Acababa de salir del baño, su piel aún húmeda, con gotas resbalando por su torso desnudo. Llevaba solo una toalla atada a la cadera, y su cabello estaba revuelto, como si se lo hubiera secado a medias con una mano.

Nuestros ojos se encontraron por un segundo, y algo en su mirada—quizá la intensidad, quizá el ligero levantamiento de su ceja—me hizo estremecer.

Di un paso hacia él, pero entonces, otro sonido me detuvo.

Un quejido.

Pequeño.

Suave, como el de un cachorro buscando atención.

Parpadeé y miré hacia el suelo, cerca de la cama.

Y ahí estaba.

Un perro. Un cachorro.

Un Terranova negro, hermoso, con los ojos más dulces que había visto en mi vida. Me quedé helada por un segundo, con el corazón encogiéndose ante la ternura de aquella criatura. Se removió un poco, como si quisiera levantarse, pero parecía demasiado cómodo ahí tumbado.

Mis movimientos hacia Bruno se olvidaron por completo. Me acerqué rápidamente al perro con la sábana aún envuelta alrededor de mi cuerpo y me arrodillé junto a él.

—¡Dios! ¡Pero qué precioso eres! —exclamé, sintiendo una emoción inmensa revolverme por dentro.

Pasé mis manos por su pelaje suave y espeso, sintiendo el calor de su cuerpo bajo mis dedos. El perro levantó la cabeza y me miró con unos ojos oscuros, llenos de inteligencia y afecto. Movió la cola, despacio, como si estuviera evaluando mi reacción antes de decidir si entregarse por completo al entusiasmo.

Solté una pequeña risa y me incliné más, abrazándolo con dulzura.

—¿De dónde has salido, pequeño? —susurré, aunque la pregunta no iba realmente para él.

Miré de reojo a Bruno, que aún estaba allí, observándome con una expresión inescrutable. Sus ojos viajaron desde el perro hasta mí, recorriendo la forma en que la sábana se adhería a mi cuerpo, pero no dijo nada.

Me incorporé un poco y lo miré con más intensidad.

—¿Bruno? —pregunté, alzando una ceja—. ¿De dónde salió?

Él cruzó los brazos sobre su pecho desnudo, y se apoyó en la pared cercana.

—Llegó esta mañana —respondió con calma, sin apartar la mirada de mí—. Estaba afuera, solo.

Fruncí el ceño y miré al perro con ternura.

—¿Solo? ¿Cómo que solo?

—Solo —repitió Bruno—. Lo vi en la entrada.

Volví mi atención al animal, sintiendo algo dentro de mí apretarse.

—Pobrecito… —murmuré, acariciándolo con más suavidad.

Que mentiroso era. Antes de llegar a la puerta de la mansión había que pasar al guardia y antes de eso un denso camino.

El perro suspiró y cerró los ojos un momento, como si disfrutara de mi contacto.

Bruno se acercó un poco más, sus pasos firmes contra el suelo. Sentí su presencia antes de que estuviera demasiado cerca, y algo en mí reaccionó de inmediato.

—Si lo quieres, es tuyo —dijo en voz baja.

Lo miré con sorpresa, mis labios entreabriéndose sin querer.

—¿Qué?

Bruno se acercó en la cama.

—Te gusta, ¿no?

—Sí… —admití sin dudar—. Pero…

—Entonces ponle nombre.

Mis dedos se enredaron en el pelaje del perro mientras sentía el peso de sus palabras.

Lo observé en silencio.

El silencio entre nosotros era espeso, como una niebla densa que lo cubría todo. Acaricié el lomo del perro con lentitud, sintiendo el calor de su cuerpo bajo mis dedos, pero mi mente estaba en otra parte.

Bruno mentía.

Lo sabía.

Sabía cómo sus palabras eran medidas, demasiado perfectas. Y eso me enfurecía, no porque quisiera una frase ostentosa, ni un gesto romántico exagerado, sino porque él no era capaz de reconocer lo que había hecho.

Y eso… eso me jodía.

Porqué yo estaba enamorándome y él, no hacía nada para esclarecer mis dudas, sino que me confundía más…

Respiré hondo, cerrando los ojos un instante antes de soltarlo:

—No tienes los huevos para aceptar que me has hecho un regalo importante.

No me giré enseguida.

Dejé que mis palabras flotaran entre nosotros, que se estrellaran contra su ego, contra esa muralla de piedra que siempre mantenía en pie.

Y entonces lo sentí.

Su presencia se hizo más pesada, más fuerte.

Me giré, él observándome con intensidad, sin inmutarse, pero con una ceja arqueada en un gesto de desafío.

No estaba ofendido.

No estaba molesto.

Solo me miraba con esa maldita expresión de alguien que había sido descubierto, pero que no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer fácilmente.

—¿Eso crees? —su voz era baja, profunda.

—Eso sé —repliqué sin dudar, alzando el mentón—. No puedes hacerlo, ¿verdad? No puedes decirlo. No puedes admitir que me has dado algo que deseo porque te aterra lo que eso significa.

Bruno entrecerró los ojos, estudiándome con detenimiento.

—¿Y qué se supone que significa, Cindy?

Me acerqué un paso, el perro movió ligeramente la cabeza, pero no aparté mi atención de Bruno.

—Significa que quizás no solo me quieras para follar —dije con firmeza, mi corazón estaba latiendo fuerte, confuso—. Que hiciste un gesto lindo, que pensaste en mí.

No parpadeó. No desvió la mirada.

Solo se quedó ahí, mirándome, con la ceja aún arqueada, con esa maldita actitud de control y dominio.

—Eres intensa cuando quieres —murmuró.

—Y tú un cobarde cuando se trata de sentimientos.

Bruno soltó un leve resoplido.

—Cobarde, ¿eh?

—Sí.

Nos miramos en un pulso silencioso.

Me incorporé, estaba feliz, muchísimo, el perro era un bombón, pero… no era justo que hiciera esto, que me diera cosas que me hicieran confundirme más. Yo me estaba enamorando sola y él no hacía más que alimentar mis sentimientos. Yo estaba más perdida que antes, y si me volvía a saltar con un desplante de esos suyos me iba a doler muchísimo.

Yo intentaba protegerme y él no colaboraba.

Solo me giré para pasar por su lado, pero antes de dar siquiera un paso más allá de él, sentí su mano atraparme.

Firme.

Fuerte.

Su palma caliente rodeando mi muñeca con una presión exacta, suficiente para detenerme, suficiente para electrizar mi piel.

Mi respiración se entrecortó cuando me giró apenas, forzándome a encararlo.

Sus ojos tricolor me atraparon, intensos, serios, cargados de algo que no supe definir de inmediato.

Su voz salió baja, grave, ronca.

—¿Qué es lo que quieres oír exactamente?

Sus palabras me calaron hasta los huesos.

Me quemaron.

Porque no era una pregunta vacía. No era una provocación sin sentido.

Era un reto.

Era su manera de decirme: dímelo.

Mi garganta se cerró.

No esperaba esto.

No esperaba que me enfrentara así, que me sostuviera con tanta intensidad, que hiciera que todo el aire de la habitación pareciera pesado, cargado de algo peligroso.

Él no apartó la mirada.

Esperó.

Esperó como si de verdad estuviera dispuesto a escuchar mi respuesta y a responderla.

Abrí los labios, pero ni siquiera pude soltar una palabra.

Porque justo en ese momento, justo cuando la tensión alcanzó su punto más alto, cuando el calor entre nosotros amenazaba con explotar, un golpe sonó en la puerta.

Seco.

—Señor Delacroix —se escuchó la chica del servicio—. ¿Se puede pasar? Es importante.

Bruno parpadeó, su mandíbula tensándose apenas, pero no me soltó de inmediato.

Yo, en cambio, exhalé bruscamente, como si el hechizo se hubiera roto de golpe, como si mi cuerpo se diera cuenta de repente de lo que estaba ocurriendo.

Los golpes volvieron a sonar, más insistentes.

Tragué saliva y aparté la mirada, sintiendo aún el calor de su piel en mi muñeca, sintiendo que, aunque la interrupción había roto el momento, la tensión seguía ahí.

Latente.

Peligrosa.

Bruno no dijo nada más.

Y yo tampoco.

Pero ambos sabíamos que esto… no había terminado.

—Estoy ocupado.

—Atiende.

—¡Estoy ocupado! —repitió.

Se sintió como la chica se alejaba.

Nos miramos en ese silencio cargado de todo lo que no decíamos, de todo lo que flotaba entre nosotros como un campo minado.

Fui yo quien rompió el silencio:

—Dímelo.

Bruno no cambió su expresión.

—Dime —mi voz sonó más exigente de lo que esperaba—. Di que lo trajiste porque pensaste en mí.

Su pulgar se movió apenas sobre mi piel, una caricia involuntaria, pero su mirada seguía fría, contenida.

—Sí lo traje —soltó, disparándome la pulsaciones.

Mi respiración se dislocó al momento.

—Y… —ya no me sentía tan valiente—. Y, ¿por qué lo haces…?

—Porque estaba pensando en ti —confesó—. Porque quiero complacerte.

Mi corazón latía tan fuerte que lo sentía en la garganta.

—¿Por qué? —indagué sintiendo como las piernas me temblaban—. Por qué quieres complacerme.

Se inclinó apenas, su rostro acercándose lo justo para que su aliento cálido rozara mi piel, pero sin tocarme. Una tortura calculada. Una proximidad que quemaba.

—Porque eres mía —Su voz era grave, baja, con esa cadencia peligrosa que me hacía estremecer—. Porque no quiero que mires a otro, que sonrías por otro, que desees nada que no venga de mí.

Mi garganta se cerró, mi pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas.

Sus labios rozaron mi mejilla, apenas un susurro sobre mi piel.

—Porque me gusta la forma en la que tus ojos brillan cuando tienes algo que deseas. Porque si algo va a hacerte sonreír, quiero que venga de mi.

El pulgar de su mano libre ascendió hasta la curva de mi mandíbula, su toque rudo pero controlado.

—No me pidas que lo diga otra vez, Cindy. No me hagas explicarlo con palabras cuando todo mi puto cuerpo te lo está diciendo. Eres mi mujer. Y cuando hagas tus fantasías quiero que le pongas nombre y apellido.

No pude hablar. No pude moverme.

Porque en ese momento supe que, lo estaba haciendo oficial. Me quería en su vida no solo para un rato.

Era demasiado.

Era todo.

Y entonces, sin poder resistirlo más, lo sujeté del rostro y lo besé.

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