0.2

━━━━━━◇◆◇━━━━━━

Cindy

Lo de Brenda era algo personal. Así lo tomé. Había obedecido pero estaba irritada.

Dayana iba rápido.

No me giré ni una sola vez, aunque podía sentir su tensión en cada paso que daba. No importaba cuánto intentara disimularlo, su postura rígida dejaba claro que no estaba disfrutando este encargo. Y yo tampoco, para ser honesta.

El aire se sentía más frío conforme descendíamos a una zona subterránea. Dejamos atrás las luces brillantes y el bullicio del casino, cambiándolos por un ambiente más sobrio. El olor a cartón y humedad se mezclaba con el de maquinaria vieja. Todo esto era un contraste drástico con el mundo superficial y ruidoso del piso principal.

Cuando llegamos a una puerta metálica, Dayana se detuvo y, sin mirarme, la empujó con un fuerte movimiento. El chirrido de las bisagras me hizo apretar los labios.

—Aquí es —dijo, con un tono seco.

La escena que se desplegó ante mí no podía ser más diferente al lugar del que venía. Era un espacio amplio, con estanterías metálicas que llegaban casi al techo, cajas apiladas por todos lados y un constante ir y venir de trabajadores. Algunos empujaban carritos cargados, otros revisaban listas y había un par de chicas moviendo paquetes, pero la mayoría eran hombres.

Mi uniforme no pasó desapercibido. Pude sentir las miradas en mis piernas, en el escote del top ajustado, incluso en mis manos, como si todo en mí gritara que no pertenecía a esta zona del casino. Pero no les presté demasiada atención.

—Oye, Gabriel —llamó Dayana, deteniéndose junto a un chico moreno que cargaba una caja grande.

Él levantó la vista, dejando la caja en el suelo con un leve golpe. Era alto, de piel tostada y con una camiseta ajustada que dejaba ver sus brazos fuertes. Me miró de arriba abajo, deteniéndose un segundo más de lo necesario en mi falda. No me molestó tanto como debería, pero sí noté el leve arqueo de sus cejas, como si intentara adivinar qué hacía yo allí.

—Ella se queda aquí —continuó Dayana, sin molestarse en darle más explicaciones.

—¿Aquí? —preguntó Gabriel, claramente sorprendido mientras me daba otra mirada rápida.

—Brenda lo ordenó.

Eso me hizo tensarme un poco. No había duda de que esto era algo personal. Pero me prometí a mí misma —y a Rocío— que no iba a perder otro trabajo tan rápido. No esta vez. Aguantaría.

Gabriel asintió, aunque no parecía convencido. Luego me dirigió una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora.

—Bienvenida al almacén —dijo, alzando las manos ligeramente—. Soy Gabriel, por cierto.

—Cindy —respondí con voz neutral.

—Lindo nombre —comentó, y luego añadió con una media sonrisa—. Pero ese uniforme... no es exactamente práctico para estar aquí.

Dayana, visiblemente ansiosa por terminar con esto, me miró una última vez.

—Quédate y haz lo que te pidan. Nos vemos.

Se fue sin más palabras, dejándome sola con Gabriel y resto. Sentí un ligero nudo en el estómago, pero lo ignoré.

—Bueno —dijo Gabriel, inclinando la cabeza hacia un lado—, parece que soy tu anfitrión. Ven, te mostraré algo que puedas hacer.

Lo seguí entre las estanterías, tratando de ignorar las miradas que todavía me seguían. Él caminaba con confianza, pero noté que cada tanto giraba la cabeza hacia mí, probablemente intentando ser discreto.

—Oye, Ricardo —llamó Gabriel cuando llegamos a una mesa donde un hombre mayor revisaba unas listas en una tablet—. ¿Tenemos algún uniforme extra por aquí?

Ricardo levantó la mirada, observándome por unos segundos antes de negar con la cabeza.

—Nada. No solemos recibir a las del casino aquí abajo. El que teníamos se lo dimos a Maite, haré el pedido.

Gabriel suspiró, cruzando los brazos.

—Genial. Pues nada, te toca trabajar con eso —dijo, señalándome con la barbilla.

—No hay problema —respondí, manteniendo la calma.

Gabriel pareció un poco sorprendido, como si esperara una queja. Pero no me iba a dar ese lujo.

—Eso me gusta. Al grano —dijo, esbozando una sonrisa. Luego hizo un gesto hacia la mesa—. Esto es el sistema de inventario. Básicamente, verificamos lo que entra y sale. No es tan complicado como parece.

Ricardo me lanzó una mirada rápida antes de volver a la pantalla de su Tablet.

—Si no entiendes algo, me preguntas —dijo, sin mucho entusiasmo.

Gabriel, sin embargo, no parecía tener prisa por irse. Se quedó apoyado contra una estantería cercana, con los brazos cruzados y una sonrisa que parecía decir que no tenía nada mejor que hacer.

—¿Qué? —pregunté, alzando una ceja.

—Nada, solo que no solemos tener compañía tan interesante aquí abajo.

Me limité a mirarlo, sin responder. No quería sonar grosera, pero tampoco tenía ganas de entretenerlo.

—¿Siempre trabajas aquí? —pregunté, cambiando de tema.

—La mayoría del tiempo, sí. Aunque a veces me mandan al piso principal si necesitan ayuda. Pero prefiero este lugar. Más tranquilo.

—Eso parece.

Aunque intenté concentrarme, no podía evitar sentir que Gabriel me observaba. No era una mirada incómoda, pero sí insistente, como si intentara leerme.

Había pasado un rato.

El ambiente en el almacén se había vuelto monótono, con el sonido constante de cajas moviéndose y conversaciones esporádicas entre los trabajadores. Yo intentaba mantenerme ocupada, siguiendo las instrucciones y tratando de ignorar las miradas ocasionales de Gabriel, quien parecía estar en todas partes.

En un momento, mientras revisaba un par de listas, Gabriel apareció detrás de mí.

—Te falta tachar esa —dijo, señalando con el dedo un registro en la tablet.

—Gracias, Sherlock —respondí sin mirarlo, tratando de ocultar mi leve irritación.

Él rió por lo bajo, como si mi sarcasmo fuera un cumplido. Antes de que pudiera responder algo más, una voz firme lo llamó desde el otro lado del almacén.

—¡Gabriel! Menos charla y más trabajo.

Era un supervisor, uno de esos tipos que parecía haber nacido para dar órdenes. Gabriel levantó las manos en señal de rendición.

—Ya voy, ya voy —dijo, lanzándome una última mirada antes de regresar a su puesto.

Pasaron horas. Podía sentir cómo el sudor comenzaba a formarse en mi frente y en la base de mi cuello.

Gabriel, por su parte, parecía no estar demasiado concentrado en lo suyo. Cada tanto, lo veía mirando en mi dirección, como si estuviera buscándome entre las estanterías. No lo hacía de forma descarada, pero era difícil no notarlo.

Finalmente, apareció junto a mí con una expresión que mezclaba algo de diversión y un aire conspirativo.

—Ven conmigo —dijo, haciendo un gesto con la cabeza.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté, agotada, mientras dejaba la tablet en la mesa.

—Solo ven —respondió, guiñándome un ojo.

Lo seguí. Me llevó a una zona un poco apartada, cerca de unas cajas que parecían contener productos frescos. Gabriel rebuscó en una de ellas y, para mi sorpresa, me lanzó una pieza de fruta. La atrapé sin pensar.

—Un breve descanso —dijo, sonriendo.

Estaba cansada. Y agotada, el jugo de la fruta parecía una buena idea en ese momento.

—Gracias —dije, mientras inspeccionaba la pieza en mis manos.

Miré a mi alrededor, pero no había dónde sentarse. Sin pensarlo mucho, me acuclillé junto a una de las cajas y dejé escapar un suspiro. Gabriel me observó por un momento antes de imitarme, sentándose de la misma forma, con los brazos descansando sobre las rodillas.

—No es tan glamoroso como el piso de arriba, ¿verdad? —preguntó, dándole un mordisco a su propia fruta.

—Definitivamente no —respondí, con una ligera sonrisa.

El silencio que siguió fue cómodo, algo raro en él. Aparentemente, incluso Gabriel podía quedarse callado de vez en cuando. Pero luego hizo algo que me tomó por sorpresa: extendió una mano y apartó un mechón de mi cabello, colocándolo detrás de mi oreja. Su gesto fue lento, mas de lo necesario, y eso me hizo mirarlo a los ojos.

—Te estaba molestando —dijo con naturalidad, como si el gesto no tuviera importancia.

—Gracias —respondí, sin darle mucha vuelta. Estaba demasiado cansada para analizarlo.

Antes de que pudiera añadir algo más, una sombra se cernió sobre nosotros.

El iba a decir algo, pero se detuvo ante la sombra alta que se impuso.

Gabriel se puso de pie de inmediato, y su expresión relajada se tornó en seriedad. El cambio en su actitud fue suficiente para que yo también levantara la cabeza, aunque el temblor en mis piernas me impidió moverme más. Lo vi antes de que mi cerebro pudiera procesarlo: Bruno Delacroix.

Era imposible ignorarlo. Su presencia eclipsaba todo a su alrededor. La manera en la que llenaba el espacio, con esa mezcla de autoridad y peligro latente, me dejó sin aire. Y su rostro… atractivo de una manera intimidante, como si la perfección de sus rasgos estuviera diseñada para intimidar tanto como para atraer.

Estaba condenadamente bueno. Me obligué a no pensar en cosas más íntimas.

Mi respiración se detuvo un instante. Los ojos oscuros de Delacroix pasaron de Gabriel a mí, y sentí que me examinaban, desnudándome emocionalmente de una manera que me hacía querer esconderme y acercarme a él al mismo tiempo.

—Vuelve a tu puesto —ordenó sin mirarme, su voz profunda y cargada de una furia que no entendía.

Gabriel abrió la boca como si fuera a replicar, pero no lo hizo.

Cuando Gabriel se fue, el aire pareció volverse más denso. Las piernas me temblaban tanto que no podía ponerme de pie. Era como si mi cuerpo no estuviera preparado para soportar el peso de su mirada, una mezcla de furia, y algo más que no podía identificar. Finalmente, reuniendo toda la fuerza que tenía, me levanté.

Delacroix dio un paso hacia mí, reduciendo la distancia entre nosotros. Su proximidad era abrumadora.

—¿Qué significó eso? —preguntó, su tono controlado pero cargado de algo peligroso.

—Nada —respondí, apenas capaz de encontrar mi voz. ¿Se refería a su gesto de llevar un mechón de pelo detrás de mi oreja, o se refería a por qué no estábamos trabajando?

Sus ojos se estrecharon, estudiándome como si buscara algo más en mi respuesta. Era evidente que no le gustaba lo que había visto, pero estaba haciendo un esfuerzo por contenerse.

Intenté apartar la vista, pero él no me dejó. Su mano subió con calma y me tomó del mentón, obligándome a mirarlo. Su toque era firme, pero no brusco, y el calor de su piel quemaba contra la mía.

—A partir de hoy —dijo, su voz más baja pero igual de autoritaria—, soy yo quien te da las órdenes. Ni Frédéric, ni Brenda. ¿Queda claro?

Asentí lentamente, sin poder apartar mis ojos de los suyos. La intensidad de su mirada me tenía atrapada, y mis propios pensamientos se desbordaban al ritmo de mi respiración agitada. No pude evitar mirar su boca por un instante, y él pareció darse cuenta.

Un leve destello cruzó sus ojos, algo entre satisfacción y algo más primitivo, pero no dijo nada más. Soltó mi mentón con un movimiento deliberado y dio un paso atrás.

—Vámonos —ordenó, dándose la vuelta sin esperar respuesta.

Tardé unos segundos en reaccionar, pero lo seguí. Mis piernas aún temblaban, y mi mente estaba demasiado revuelta como para procesar todo lo que acababa de ocurrir. Pero una cosa era segura: Bruno Delacroix tenía un poder sobre mí que no podía explicar, y no estaba segura de si eso me aterraba o me fascinaba. Ni de si yo podría manejarlo.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP