Mundo ficciónIniciar sesiónEn Ciudad Esmeralda, el poderoso clan Montenegro busca devolverle estabilidad a Dylan, el viudo más codiciado del país. Su hija, tras un accidente, necesita cuidados, y la solución parece ser un matrimonio estratégico con una de las hijas de Aníbal Suárez, un magnate con un pasado lleno de infidelidades. Pero esta unión desatará una guerra entre dos mujeres rivales: Amalia, la esposa legítima, y Juana, la amante. Entre traiciones, secretos, chantajes y pasiones prohibidas, Greeicy y Greta quedarán atrapadas en un juego donde no solo está en riesgo el amor… sino la vida misma.
Leer másLa residencia Montenegro se alzaba como un templo de poder, un santuario que no necesitaba altares para inspirar reverencia. La fachada, con columnas de mármol y ventanales imponentes, parecía observar al mundo con un desdén silencioso. El eco de los pasos en el salón principal era como un recordatorio de que allí, hasta el aire obedecía órdenes.
Los techos altos, coronados por molduras doradas trabajadas a mano, atrapaban la luz cálida de las lámparas de cristal que pendían del cielo como constelaciones cautivas. Cada destello era un latido de lujo, rebotando contra paredes revestidas de mármol pulido que olían levemente a cera de abeja y antigüedad. Detrás de los ventanales, la ciudad de Puerto Esmeralda se extendía como un imperio conquistado, con sus luces parpadeando sumisas a los pies de la familia Montenegro. En el centro del salón, una mesa de caoba maciza se erguía con la solemne autoridad de un altar y la frialdad de un tribunal. Su superficie brillaba como si el tiempo mismo hubiera detenido su desgaste, lustrada con paciencia obsesiva. Sentada con una elegancia tan precisa que parecía ensayada, Elena Montenegro reinaba desde su lugar con la naturalidad de quien sabe que nada en ese espacio le es ajeno. El traje de seda marfil, suave como una caricia peligrosa, caía sobre su figura como una corona invisible. En su rostro había una cordialidad entrenada, pero sus ojos —dos fragmentos de hielo— dejaban entrever un destello de advertencia que no necesitaba palabras. Frente a ella, Aníbal Suárez se removía en el asiento. Sus dedos, rígidos, ajustaban el nudo de su corbata una y otra vez, como si pudiera estrangular con él la creciente ansiedad. El sudor, frío, le recorría la espalda bajo el saco. Había sido un hombre que caminaba con el pecho inflado por el poder, pero ahora la tensión le curvaba la espalda y le apagaba la mirada. Tragó saliva, sintiendo que hasta ese gesto era una confesión de debilidad. A unos pasos, Dylan Montenegro estaba junto a la chimenea. Su silueta alta y rígida se recortaba contra el parpadeo anaranjado de las llamas, que crepitaban como si intentaran arrancarle un rastro de humanidad. El traje negro abrazaba su figura con severidad, y su expresión —casi esculpida en piedra— no revelaba ni un matiz de lo que pensaba. El silencio se alargó, tenso, hasta que Elena lo quebró con una voz templada y afilada como un bisturí. —Aníbal… tú y yo sabemos que los favores no caducan. Y en esta casa, las deudas se saldan… aunque haya que pagar con sangre. La frase quedó flotando, como humo pesado que no encuentra salida. Un leve tic cruzó la mandíbula de Suárez; sus ojos parpadearon rápido, como si intentara desterrar un recuerdo. Y sin embargo, fue arrastrado hacia él: una década atrás, su emporio tambaleándose, el peso de las demandas aplastándole, el olor metálico del fracaso acercándose. Los inversionistas le cerraban puertas, los jueces abrían expedientes… y entonces, Álvaro Montenegro había aparecido. Un lobo con sonrisa de salvador. Dinero, contactos, protección. Un pacto sin condiciones… o eso creyó entonces. —Ya he pagado por eso —gruñó, intentando dar firmeza a la voz, aunque por dentro el tono se le resquebrajaba. Elena inclinó apenas la cabeza, con una sonrisa desprovista de calor, como quien observa a un insecto agitarse antes del golpe final. —¿De verdad lo crees? Levantó la muñeca y dio un leve golpecito en el cristal de su reloj Cartier. El sonido fue tan sutil que cualquiera podría haberlo ignorado, pero en ese silencio se sintió como un martillazo de sentencia. —Montenegro Group sostuvo a Suárez Holdings cuando estabas a punto de desaparecer. Y ahora… Dylan necesita algo que ni el dinero ni el poder pueden comprar. Aníbal desvió la mirada hacia Dylan, como buscando un salvavidas. Pero el joven Montenegro no se movió. Sus ojos seguían fijos en las llamas, con esa quietud peligrosa de quien ya tomó una decisión. —¿Qué es lo que quieres? —preguntó Suárez, y su voz fue apenas un hilo que se quebró en la última palabra. Elena ladeó la cabeza, con esa pausa cargada de expectativa que tienen los depredadores justo antes de morder. —Una esposa, —dijo. El mundo pareció suspenderse. El fuego dejó de crujir, las lámparas parecieron apagar su brillo por un segundo. Ni siquiera el reloj marcó la siguiente fracción de tiempo. —¿Una… esposa? —repitió él, como si la palabra tuviera un sabor amargo que se le pegaba al paladar—. Pero si tiene precio, la puedes encontrar en cualquier parte. —No queremos cualquier esposa —continuó Elena, con el tono medido de quien dicta cláusulas—. Dylan necesita a alguien que pueda traer equilibrio a esta casa, que sea madre para Valentina. Alguien… que selle la unión entre nuestras familias. Aníbal sintió un golpe seco en el pecho. No era solo un acuerdo; era una orden disfrazada de oportunidad. Las imágenes le llegaron como cuchilladas: Greta, ambiciosa, de porte impecable, un reflejo calculado de su madre; y Greeicy, la hija que había nacido del amor y del error más grande de su vida, con esa risa libre que él siempre temió que el mundo le arrebatara. —¿Me estás pidiendo que sacrifique a una de mis hijas por una deuda? —preguntó, y esta vez la amargura se filtró en cada sílaba. —No. Te lo estoy exigiendo —replicó Elena, con la calma de quien ya prevé la victoria. La garganta de Aníbal se cerró. Sentía la presión de un invisible lazo alrededor del cuello. Sabía que, si desafiaba a Elena Montenegro, su imperio mediático caería como un castillo de naipes. Lo sabía él, lo sabía la ciudad. Nadie sobrevivía a un enfrentamiento con esa familia. Elena se recostó en su asiento, cruzando una pierna sobre la otra. Su perfume —una mezcla de gardenia y algo más oscuro, como cuero curtido— llenó el aire, tan invasivo como su presencia. —Tú decides, Aníbal. Nos das lo que necesitamos… o te arrancamos lo que más amas. El crujido de la leña en la chimenea fue el único sonido que siguió a la amenaza. Hasta que Dylan se giró lentamente. La luz anaranjada acarició su rostro, revelando la dureza en sus facciones. Su voz, grave y cortante, atravesó el aire como un cristal que se rompe. —Esto no es personal, Suárez. Es por mi hija. Valentina necesita una compañía… y la tendrá. Cueste lo que cueste. Aníbal no respondió. Porque el silencio ya lo había dicho todo. Y en ese silencio, supo que el reloj de arena había empezado a vaciarse.Tiempo después El mar brillaba bajo la caricia suave del atardecer. La arena, tibia todavía por el sol de la tarde, se deshacía entre los dedos de Valentina mientras corría descalza junto a su hermano menor. Cada paso dejaba huellas pequeñas que el oleaje venía a besar y borrar, como si el tiempo mismo jugara con ellos.Valentina, con su cabello suelto y ondeante, reía a carcajadas. A sus diez años se había convertido en una niña fuerte, creativa y feliz. En su rostro ya no quedaba rastro del dolor que había marcado su infancia.A su lado, un pequeño de 2 años trataba de seguirle el ritmo. Su cabello oscuro brillaba con reflejos dorados bajo la luz, y sus ojitos grandes, iguales a los de Dylan, estaban llenos de curiosidad. Tropezaba de vez en cuando, pero Valentina lo tomaba de la mano con ternura, como si quisiera guiarlo en cada paso de su corta vida.—¡Más rápido, Matías! —exclamó Valentina, estirando su brazo para jalarlo suavemente.El niño jadeaba, pero sonrió, mostrando sus p
El campus de la universidad estaba en plena ebullición. Los árboles, vestidos de verde intenso, daban sombra a los estudiantes que caminaban con libros y carpetas bajo el brazo, mientras el aire se llenaba de risas, conversaciones y el murmullo lejano de un grupo que practicaba música en los jardines.Greeicy acababa de salir de una clase y el sol tibio de la tarde acariciaba su rostro. Caminaba con paso tranquilo, pero un mareo repentino la obligó a detenerse. Se llevó la mano a la frente, intentando respirar hondo. El mundo giraba a su alrededor, los sonidos se volvían lejanos, distorsionados, como si estuviera bajo el agua.—¿Greeicy? —preguntó una compañera, alarmada.Antes de poder responder, las piernas de la joven cedieron y su cuerpo cayó suavemente hacia el suelo. Los estudiantes gritaron, corrieron en su dirección.—¡Ayuda, alguien que llame a emergencias! —se escuchó entre voces asustadas.Dylan estaba en una reunión de trabajo cuando recibió la llamada. El corazón se le ac
El sol de la primavera se filtraba por los ventanales del hospital, bañando la habitación de Valentina con un resplandor dorado. Afuera, los árboles mecían sus ramas y un grupo de aves trinaba en la distancia, como si presintieran que algo grande estaba a punto de suceder. Dylan estaba sentado en una de las sillas, los codos apoyados en sus rodillas y las manos entrelazadas, mientras observaba a su hija con una mezcla de ansiedad y esperanza.Valentina, con sus ojos grandes y chispeantes, se encontraba en el centro de la sala de rehabilitación. A su alrededor, los doctores murmuraban, ajustaban las máquinas, pero había una atmósfera distinta, cargada de expectativa. —Valentina —dijo uno de los médicos, con una sonrisa contenida—. Cuando estés lista, da un paso.La habitación quedó en silencio. Dylan contuvo el aliento. Recordaba los días oscuros, las lágrimas de impotencia, la manera en que su hija se negaba a aceptar lo que le había sucedido tras aquel accidente. Pero también record
Los días habían pasado con un ritmo extraño, como si el tiempo se hubiera detenido y a la vez corrido demasiado deprisa. La tormenta que había sacudido a la familia parecía, poco a poco, dar tregua. Sin embargo, en algún rincón del mundo, el eco del pasado aún dolía.En la cárcel, Amalia vivía un tormento distinto. Las rejas frías, oxidadas y cubiertas de polvo, eran ahora su mundo. El olor metálico se mezclaba con el hedor a humedad que impregnaba los muros, y el eco de los candados resonaba cada noche como un recordatorio de su derrota.La primera vez que intentó imponerse, como solía hacerlo en su vida de lujos, una de las reclusas la empujó contra la pared y le dijo con desprecio:—Aquí no eres nadie.Ese día lo entendió. Ya no era la señora Suárez, ni la mujer de Aníbal, ni la madre protectora que decía ser. Era solo Amalia, una interna más, una sombra perdida.Cada noche lloraba en silencio, recostada en el colchón duro que olía a sudor y lejía. Cerraba los ojos y murmuraba nomb
La noche en la colina estaba envuelta en un silencio sepulcral, apenas roto por el silbido del viento que azotaba los árboles. La casa vieja, aquella donde Amalia se escondía, parecía un fantasma del pasado: ventanas rotas, maderas crujientes y un olor a humedad impregnando el aire.Las camionetas negras se detuvieron frente al portón oxidado. Elías dio la orden, y varios hombres descendieron, armados y atentos. Dylan iba junto a él, con el rostro serio, dispuesto a enfrentar al demonio que casi destruye a su familia.—Está adentro —murmuró Elías, señalando la luz tenue que se filtraba por una ventana del segundo piso.Con un golpe certero, derribaron la puerta. El estruendo resonó por la casa como un trueno. Desde arriba, un grito desgarrador se escuchó:—¡No! ¡No entren!Amalia apareció en lo alto de la escalera, con el cabello desordenado y los ojos encendidos de furia. Sostenía una botella rota como si fuera un arma. Su respiración era agitada, y la sombra de la locura se reflejab
El aire en la sala de la mansión Suárez estaba cargado de una tensión sofocante. Afuera, la tarde caía lentamente, pintando el cielo con tonos naranjas y violetas que se filtraban por los ventanales. Sin embargo, dentro, nadie reparaba en la belleza del atardecer. La atmósfera estaba impregnada de un silencio expectante, apenas roto por el tictac metálico del reloj de pared.Greta permanecía sentada en el sillón de terciopelo verde, con las piernas cruzadas y el rostro altivo, aunque sus manos delataban nerviosismo al apretar con fuerza la tela de su falda. Frente a ella, Dylan caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, la mirada fija en el suelo, los puños cerrados. Greeicy estaba en un rincón, con los brazos cruzados y el corazón golpeando en el pecho: sabía que ese momento era inevitable, pero no por eso menos doloroso.Aníbal, de pie junto a la chimenea apagada, observaba a todos con la seriedad de un juez que está a punto de dictar sentencia. Su mirada dura no se aparta
Último capítulo