Al día siguiente, el salón de alta costura Maison Livia, en el corazón de Puerto Esmeralda, brillaba como un templo dedicado a la opulencia. Las lámparas de cristal lanzaban destellos que se multiplicaban en los espejos dorados, proyectando destellos como joyas suspendidas en el aire. El terciopelo de los sofás invitaba a hundirse en su suavidad, mientras los percheros lucían vestidos que parecían flotar, etéreos, esperando a ser adorados. Un perfume dulce, mezcla de rosas frescas y vainilla, impregnaba el ambiente, y una música suave —piano y cuerdas— flotaba como una caricia invisible.Sin embargo, para Greeicy Suárez, aquel escenario de perfección era poco menos que un suplicio. La joven se dejó caer sobre un sillón de terciopelo azul, dejando que los tacones colgaran apenas del dedo gordo de un pie. Su cabello, perfectamente suelto en ondas, caía sobre sus hombros como un marco rebelde para su rostro de tedio.—¿Cuántos me faltan? —preguntó sin mirarlos, dejando caer la cabeza hac
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