El Maserati se detuvo frente a los portones de hierro forjado que custodiaban la Mansión Montenegro, una construcción imponente que parecía arrancada de un sueño barroco y plantada en medio de los jardines más perfectos de Puerto Esmeralda. Columnas de mármol, balcones adornados con bugambilias, ventanales que reflejaban el cielo como espejos. Todo respiraba lujo, poder… y un silencio que imponía respeto.
Greeicy bajó del auto con una lentitud calculada, sus botas negras contrastando con el empedrado impecable. Ajustó su chaqueta de cuero y lanzó una mirada cargada de ironía.
—¿Todo esto es tuyo? —preguntó, fingiendo asombro—. Wow… y yo pensando que solo mi padre vivía en un castillo.
Dylan la ignoró, pasando a su lado con la elegancia natural de quien nació para dominar espacios así. Pero no pudo evitar observarla de reojo: esa mujer, tan distinta a todo lo que él conocía, caminaba por aquel palacio como si no le importara ni un ápice la riqueza que a tantos deslumbraba.
Atravesaron