La iglesia de San Bartolomé resplandecía como un templo celestial, imponente bajo la luz del mediodía que se filtraba a través de sus vitrales centenarios, tiñendo las paredes de tonos azules y dorados. El aroma de lirios y rosas blancas impregnaba el aire, mezclándose con el incienso suave que ardía en un rincón. Candelabros dorados colgaban majestuosos desde el techo, lanzando destellos cálidos que se reflejaban en la alfombra carmesí extendida a lo largo del pasillo central.
Afuera, la escena era un espectáculo paralelo. Decenas de fotógrafos se empujaban unos a otros, buscando el mejor ángulo. El ruido de los flashes competía con el rugido de motores de autos de lujo que desfilaban lentamente, dejando descender a políticos, empresarios y figuras del mundo social, todos vestidos con una elegancia que gritaba poder.
En el interior, los murmullos de los invitados eran un zumbido contenido, como un enjambre de voces educadas que esperaban un momento crucial. Cada rostro estaba cargado