La tienda seguía rebosante de luz, con maniquíes vestidos como reinas y asistentes corriendo de un lado a otro, probando los vestidos de las damas de honor.
En un rincón, Elena Montenegro se erguía como un general al mando, revisando detalles del ajuar mientras Greta y Amalia cuchicheaban con sonrisas envenenadas.
El murmullo elegante se quebró cuando las puertas se abrieron y Dylan Montenegro entró, imponente en su traje oscuro. Su sola presencia bastó para que varias asistentes se enderezaran y sonrieran nerviosas.
—¿Qué demonios haces aquí, Dylan? —espetó Elena, girándose con el ceño fruncido—. ¡El novio no puede ver a la novia antes de la boda! Es tradición.
Dylan la miró sin inmutarse, su voz grave cortando el aire.
—Recuerde que esto no es una boda por amor, madre. Es un contrato. Así que no venga a darme lecciones de superstición. —le susurró para que solo ella lo escuchara.
Elena entrecerró los ojos, fulminándolo con una mirada cargada de advertencia.
—Aunque sea un contrato