El probador de la Maison Livia era un santuario de espejos infinitos y luces cálidas que parecían diseñadas para halagar la piel y resaltar cada pliegue de seda. El aire estaba impregnado de un perfume floral con un fondo maderado, mezclado con el aroma limpio del almidón de las telas recién planchadas. El silencio se rompía solo por el murmullo lejano de conversaciones y el roce delicado de perchas moviéndose en la sala contigua.
Greeicy se observaba en el espejo, atrapada entre reflejos que la devolvían como una reina… pero también como una prisionera. El vestido, una obra de arte de encaje y satén, abrazaba su cuerpo con tiranía. Su expresión, sin embargo, era puro fastidio.
Ya sentía el sudor en la nuca, no de calor, sino de incomodidad, y la opresión del corsé la obligaba a respirar con cautela.
Con un suspiro teatral, comenzó a desabrochar la interminable hilera de botones que corría por su espalda, moviendo los hombros con torpeza.
—¿Quién demonios diseña estas torturas medieva