3

Kael

Cinco años atrás...

Su cuerpo temblaba bajo el mío cuando la marqué.

Ni siquiera gritó. Solo me miró. Con esos ojos dilatados, grandes, líquidos. La luna estaba alta, roja como la promesa de una guerra aún no librada, y su cuello se arqueaba como si esperara algo más que dientes y deseo. Algo que yo no podía darle.

Amor.

“Eres mía”, dije en voz baja, justo antes de hundir los colmillos en su piel.

Y por un instante, solo uno, me creí capaz de protegerla del mundo entero.

Estúpido.

—Tienes que rechazarla —ordenó el consejo esa misma noche.

La profecía era clara. La leímos todos. El sacerdote la repitió palabra por palabra, con esa voz temblorosa de anciano que se ha resignado a vivir con miedo.

"El Alfa que ame a la equivocada... perderá a su manada. Su luna sangrará. Su linaje será maldito."

Y ellos estaban convencidos de que ella —mi Lía— era la equivocada.

Débil, dijeron.

Humana, insistieron.

Indigna, dictaminaron.

Y yo…

Yo fui un cobarde.

—Kael… —me dijo ella esa misma noche, buscándome en el bosque, la marca aún fresca, el olor de su sangre mezclado con mi deseo.

—No debiste venir —le solté, sin mirarla.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no me hablas?

Quería decirle que la amaba. Que me dolía la garganta de tanto tragarme el grito.

Pero en lugar de eso, pronuncié la condena:

—Te rechazo, Lía.

No me suplicó. No lloró.

Solo me miró.

Y en esa mirada, algo dentro de mí se rompió para siempre.

Presente.

Y ahora está aquí.

De vuelta.

Entrenando con mis guerreros como si no llevara una grieta suya en el alma.

Dioses.

Su cuerpo ha cambiado. Más firme. Más rápido. Ya no es la chica que se escondía tras mi sombra.

Ahora es fuego.

Y yo estoy hecho de gasolina.

—¿Quieres mirarla más descaradamente o esperas que te lo grite en la cara? —murmura Radek, mi segundo al mando, apareciendo a mi lado con media sonrisa.

—Cállate.

—Solo digo. Tu lobo está babeando.

No está babeando. Está aullando.

Lía lanza una patada perfecta contra uno de los guerreros. El tipo cae de espaldas como una hoja en otoño. Todos sueltan una carcajada, menos yo.

Yo estoy demasiado ocupado intentando no arrancarle la ropa con la mirada.

Sus movimientos son precisos. Cada músculo tenso, cada respiración medida. La blusa se le pega al torso por el sudor, marcando el contorno de sus pechos. Su cabello está recogido en una trenza, pero algunos mechones se escapan y se pegan a su cuello.

Quiero lamer ese cuello.

Morderlo otra vez.

Y que esta vez no me obliguen a soltarla.

Pero ya es tarde.

O eso creo.

Cuando el entrenamiento termina, Lía se gira hacia mí. Me ha sentido. Lo sé.

Nos acercamos. Lentamente. Como enemigos en tregua.

Su mirada me corta. No necesito palabras para saber que aún sangra por dentro.

Y yo también.

Porque la noche en que la rechacé, estuve a un paso de seguirla.

Tuve la maleta lista. La decisión a punto.

Pero entonces vi a los niños del clan.

Vi a mi gente.

Vi todo lo que perderían si yo seguía al deseo en lugar del deber.

Así que elegí quedarme.

Y con eso, me condené.

—¿Te parece divertido verme caer en la tierra? —pregunta ella, limpiándose las manos con una toalla, sin mirarme.

—Te ves... fuerte.

—No necesito tu aprobación.

—No te la estoy dando. Es una observación.

—Pues obsérvate a ti. Estás más... vacío.

Me atraganto con su tono.

Duele. Porque tiene razón.

—Lía…

—No empieces —interrumpe, con la voz más suave de lo que esperaba—. No te atrevas a hablarme como si no hubieras destruido todo con una sola frase.

—No tuve opción.

—¿Y ahora sí?

Silencio. Otra vez.

El mismo que usé para ocultar que cada noche, desde que se fue, soñaba con su piel pegada a la mía.

Con sus dedos arañándome el pecho.

Con su voz temblando de deseo.

Me acerco un poco. Un paso. Ella no se mueve.

—Me muero cada vez que te alejas —confieso en voz baja.

—Entonces muérete bien. Porque no pienso volver a ti con la misma facilidad con la que me escupiste.

Su boca tiembla. Pero no retrocede.

Sigue ahí. Firme.

Hermosa.

Maldita.

Mis dedos rozan su brazo.

La electricidad nos sacude.

Su respiración se agita. La mía también.

Estamos a un latido de estallar.

Pero ella lo rompe.

Como siempre.

—No me toques, Kael. No otra vez si vas a volver a soltarme después.

Se aleja.

Y yo la dejo ir.

Porque si la toco más... no podré soltarla.

Y ya no soy un Alfa libre.

Soy un Alfa marcado por el miedo.

Por una profecía.

Por su olor, que aún me persigue cuando cierro los ojos.

Esa noche, no duermo.

Pero Elian, sí.

El pequeño se retuerce en su cama. Gime. Susurra palabras en sueños.

Y de pronto, se sienta de golpe.

—¡Papá! —grita.

Yo lo escucho desde el pasillo.

Corro. Lía también.

Lo encontramos con el rostro empapado en sudor.

—La luna estaba roja… —susurra, temblando—. Mamá lloraba… y tú… tú estabas lleno de sangre. Había fuego… y lobos muertos… y tú...

Se calla.

—¿Y yo qué, Elian? —pregunto, arrodillado frente a él.

Me mira.

—Tú estabas muerto.

Lía se queda paralizada.

Yo también.

Porque esa maldita luna…

Ya empieza a teñirse.

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