Kael
Cinco años atrás...
Su cuerpo temblaba bajo el mío cuando la marqué.
Ni siquiera gritó. Solo me miró. Con esos ojos dilatados, grandes, líquidos. La luna estaba alta, roja como la promesa de una guerra aún no librada, y su cuello se arqueaba como si esperara algo más que dientes y deseo. Algo que yo no podía darle.
Amor.
“Eres mía”, dije en voz baja, justo antes de hundir los colmillos en su piel.
Estúpido.
—Tienes que rechazarla —ordenó el consejo esa misma noche.
La profecía era clara. La leímos todos. El sacerdote la repitió palabra por palabra, con esa voz temblorosa de anciano que se ha resignado a vivir con miedo.
"El Alfa que ame a la equivocada... perderá a su manada. Su luna sangrará. Su linaje será maldito."
Y ellos estaban convencidos de que ella —mi Lía— era la equivocada.
Débil, dijeron.
Y yo…
—Kael… —me dijo ella esa misma noche, buscándome en el bosque, la marca aún fresca, el olor de su sangre mezclado con mi deseo.
Quería decirle que la amaba. Que me dolía la garganta de tanto tragarme el grito.
—Te rechazo, Lía.
No me suplicó. No lloró.
Presente.
Y ahora está aquí.
Dioses.
Su cuerpo ha cambiado. Más firme. Más rápido. Ya no es la chica que se escondía tras mi sombra.
—¿Quieres mirarla más descaradamente o esperas que te lo grite en la cara? —murmura Radek, mi segundo al mando, apareciendo a mi lado con media sonrisa.
—Cállate.
—Solo digo. Tu lobo está babeando.
No está babeando. Está aullando.
Lía lanza una patada perfecta contra uno de los guerreros. El tipo cae de espaldas como una hoja en otoño. Todos sueltan una carcajada, menos yo.
Sus movimientos son precisos. Cada músculo tenso, cada respiración medida. La blusa se le pega al torso por el sudor, marcando el contorno de sus pechos. Su cabello está recogido en una trenza, pero algunos mechones se escapan y se pegan a su cuello.
Quiero lamer ese cuello.
Pero ya es tarde.
Cuando el entrenamiento termina, Lía se gira hacia mí. Me ha sentido. Lo sé.
Y yo también.
Tuve la maleta lista. La decisión a punto.
Así que elegí quedarme.
—¿Te parece divertido verme caer en la tierra? —pregunta ella, limpiándose las manos con una toalla, sin mirarme.
—Te ves... fuerte.
—No necesito tu aprobación.
—No te la estoy dando. Es una observación.
—Pues obsérvate a ti. Estás más... vacío.
Me atraganto con su tono.
—Lía…
—No empieces —interrumpe, con la voz más suave de lo que esperaba—. No te atrevas a hablarme como si no hubieras destruido todo con una sola frase.
—No tuve opción.
—¿Y ahora sí?
Silencio. Otra vez.
Me acerco un poco. Un paso. Ella no se mueve.
—Me muero cada vez que te alejas —confieso en voz baja.
—Entonces muérete bien. Porque no pienso volver a ti con la misma facilidad con la que me escupiste.
Su boca tiembla. Pero no retrocede.
Mis dedos rozan su brazo.
Estamos a un latido de estallar.
—No me toques, Kael. No otra vez si vas a volver a soltarme después.
Se aleja.
Esa noche, no duermo.
Pero Elian, sí.
El pequeño se retuerce en su cama. Gime. Susurra palabras en sueños.
—¡Papá! —grita.
Yo lo escucho desde el pasillo.
Lo encontramos con el rostro empapado en sudor.
—La luna estaba roja… —susurra, temblando—. Mamá lloraba… y tú… tú estabas lleno de sangre. Había fuego… y lobos muertos… y tú...
Se calla.
—¿Y yo qué, Elian? —pregunto, arrodillado frente a él.
Me mira.
—Tú estabas muerto.
Lía se queda paralizada.
Ya empieza a teñirse.