4

Lía

Mi hijo incendió una flor.

No fue a propósito —creo—. Solo la miró con esos ojos dorados que siempre brillan un poco más cuando está emocionado, y ¡pum! La margarita explotó en un chispazo naranja y espeso, dejando al guerrero que la sostenía con los dedos ahumados y una expresión que se debatía entre la incredulidad y el pánico.

—¿Eso fue… magia? —preguntó la loba entrenadora, mirando a Elian como si acabara de nacerle otro ojo en medio de la frente.

—Fue un accidente —dije rápido, tomando la mano de mi hijo. Pero él solo me sonrió, inocente como un ángel… o como un fósforo esperando la caja correcta.

A unos metros, Dalia, mi hija, observaba en silencio a dos guerreros forcejeando en el suelo. Frunció el ceño.

—Gana el grandote —dijo.

Diez segundos después, el “grandote” al que se refería, un oso de casi dos metros de puro músculo, le dio vuelta a su oponente y lo dejó jadeando en el barro.

La tercera, mi pequeña Isla…

Ella solo se acercó a una loba recién llegada, la tocó apenas con la punta de los dedos y la loba rompió en llanto.

Sin motivo. Sin control.

Como si alguien le hubiera abierto el pecho y dejado caer los recuerdos más tristes dentro.

Yo lo vi todo desde el borde del campo de entrenamiento.

Los murmullos no tardaron.

«Raros.»

«Peligrosos.»

«Demonios.»

Palabras susurradas con miedo. Justo lo que temía. Justo por lo que nunca quise volver.

Mi pecho dolía de tensión. Ellos no sabían. No entendían. No querían hacerlo.

La luna los estaba tocando. Lo sentía. Como un pulso debajo de la tierra, llamándolos, despertando algo que apenas había empezado a rasgar la superficie.

Yo los había protegido. Escondido.

Pero este territorio… este aire… lo cambia todo. Aquí, sus dones no duermen. Aquí, crecen.

Y entonces, como si el destino quisiera añadir gasolina a la hoguera, su voz llegó desde el otro extremo del campo.

—¿Ocurre algo, Lía?

No lo había sentido llegar, pero Kael estaba ahí. De pie. Observando. Imponente. Con esa maldita seguridad de Alfa que siempre me hacía temblar por dentro y endurecerme por fuera.

Todos se hicieron a un lado. Incluso los niños.

Elian, Dalia e Isla se alinearon detrás de mí, como si supieran que en su presencia... el mundo cambiaba de gravedad.

—Nada que no pueda manejar —respondí, alzando el mentón.

—¿Con niños incendiarios?

—Con niños… especiales.

Kael caminó hacia mí. Lento. Dominante. Su presencia me invadía como un recuerdo que se niega a marcharse.

Los ojos clavados en los míos. El sol arrancando destellos a su cabello oscuro. Y esa camisa negra adherida al pecho como si odiara el concepto de oxígeno.

Su lobo estaba cerca. Pude sentirlo. Rugiendo detrás de su carne. Reconociendo a los cachorros. Queriendo avanzar.

Y yo…

Yo no retrocedí.

—¿Les estás enseñando a pelear?

—Estoy enseñándoles a defenderse.

—¿De mí?

—Del mundo, Kael. Incluyéndote si es necesario.

Algo en su mandíbula se tensó. Me observó como si fuera a decir algo más, pero en lugar de eso, bajó la mirada hacia los niños.

Elian lo sostuvo. Isla se escondió. Dalia…

Dalia no pestañeó.

—Tienen algo —murmuró Kael—. No sé qué es… pero lo reconozco.

—No es tuyo para reconocer —escupí, de forma instintiva.

—¿No?

Su cercanía me devoraba. Yo podía fingir control frente a los demás, pero no con él. No cuando mi cuerpo recordaba demasiado. Su olor. Su toque. Sus dientes sobre mi cuello.

—Lía… —empezó, dando un paso más—. No he venido a pelear.

—¿Y entonces? ¿A jugar a la familia?

—A entender por qué me quitaste cinco años.

Su voz no era fría. Era fuego contenido. Ese fuego que me había quemado tantas veces y que aún me dolía en los huesos.

—Porque los protegí. De ti. De tu consejo. De tu maldita profecía. Porque no iba a dejar que los marcaras como hiciste conmigo.

—Yo no te marqué por odio —susurró—. Te marqué porque eras mía.

Silencio.

Silencio, porque esa palabra aún tenía el poder de doblarme las rodillas por dentro.

Y entonces, la inocencia interrumpió.

Elian, con sus grandes ojos, nos miró a ambos. Con la confusión de quien empieza a entender cosas que no debería.

—Mamá… ¿ese es el papá del que nunca hablamos?

El mundo se detuvo.

Mi lengua se pegó al paladar. Isla me apretó la mano. Dalia bajó la cabeza.

Y Kael…

Kael dejó de respirar.

—¿Del que nunca hablaron? —repitió él, como si masticara cada palabra con dolor.

Me giré hacia mi hijo. Tragué. Me agaché frente a él.

—Hijo… yo…

Pero ya era tarde.

Kael había escuchado.

La pregunta.

La herida.

La verdad.

Vi cómo su rostro cambiaba. No se enojó. No gritó.

Solo palideció.

Como si se quebrara en pedazos que llevaba años sosteniendo por orgullo.

No hubo necesidad de más palabras.

Ni siquiera cuando se alejó sin mirar atrás.

Porque en su espalda…

Llevaba el peso de su mayor pérdida.

Y esa pérdida tenía nombre.

Tenía tres.

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