Kael
Nunca me gustaron los niños. No en el sentido clásico. No los entendía. No sabía cómo hablarles sin sonar como un sargento de guerra, y definitivamente no tenía ni el más mínimo deseo de abrazar a criaturas pequeñas con manos pegajosas y ojos grandes.
Hasta hoy.
Porque hay tres.
Elian me está mirando como si ya supiera todo lo que no he dicho. Como si pudiera escarbar en mis pensamientos, meter las manos en mis recuerdos y sacarlos llenos de sangre y preguntas.
—¿Tú eres el señor lobo? —pregunta, como si fuera lo más natural del mundo.
No respondo. No puedo. No tengo palabras cuando la voz del pasado me retumba en los huesos.
—Hueles fuerte —agrega Evan, arrugando la nariz—. Como si tu corazón estuviera peleando.
Mi lobo da un zarpazo dentro de mí. Ese niño…
—Evan —le advierte Lía con tono bajo.
Y por un instante, se miran. No hablan. Pero ella lo detiene solo con una mirada. Tiene ese poder. Siempre lo tuvo.
No la he tocado aún. Ni una vez. Pero cada centímetro de mí arde con la memoria de cómo era tenerla cerca.
—Necesito hablar contigo —le digo a Lía, cortando la tensión con la voz grave. No le doy opción.
Ella entrecierra los ojos, como si estuviera considerando si patearme el ego ahora o más tarde.
—¿Dónde?
—La cabaña.
Veo cómo se le tensan los hombros. Bien. Que lo recuerde. Que sepa que esa cabaña fue testigo de su primer gemido ahogado. De su primer “sí” tembloroso. De la marca.
Los niños se quedan con Maira, la guardiana del límite. No sin mirarme primero.
Camina delante. Sabe el camino. Claro que lo sabe. Yo lo limpié con mis propias manos para ella. Cuando creí que podíamos tener algo. Cuando fui un idiota.
El olor de su piel me golpea conforme entramos a la cabaña. Está todo igual.
—¿Qué quieres, Kael?
Su voz no es dura. Es peor. Es fría. Esa frialdad que se siente como cuchillas.
—Saber la verdad.
—¿Ahora sí?
—Siempre quise saberla.
—Mentira —responde. Y se da la vuelta para mirarme.
Y entonces, lo dice.
No lo sabía.
—Lloraron —sigue—. Pero no como bebés normales. Sus gritos… Kael, la tierra tembló. El bosque se partió. Yo sangraba, y la Luna brillaba como si quisiera arrancarme el alma.
Me siento. Porque no puedo estar de pie con eso retumbando en mi cabeza.
—¿Qué son? —susurro. No quiero saberlo. Pero sí. Maldita sea, sí.
—Son nuestros —responde ella, firme—. Pero no normales. La luna hizo algo… nos castigó. O nos bendijo. No lo sé.
—¿Y me lo ocultaste?
—¿Tú me rechazaste?
Silencio. Un silencio que corta. Porque sí. Porque no hay justificación.
—Tenía miedo —digo. Lo único verdadero en años.
Ella se ríe. Y ese sonido… me destroza.
—¿Miedo? ¿El gran Kael, el invencible Alfa, tuvo miedo de su pareja?
—Sí. De amarte tanto que me destruyeras.
—Ya lo hice —susurra.
No lo pienso. La tomo del brazo y la empujo contra la pared. No con fuerza. Solo con necesidad. Ella no me golpea. No me aparta. Sus ojos brillan. Su pecho sube y baja como si estuviera corriendo.
—No deberías tocarme —dice con voz rota.
—Pero quiero.
—Eso no importa.
—Importa para mí.
Nuestros labios están tan cerca que puedo saborear el recuerdo de los suyos.
Pero no lo doy.
Porque ella sí lo hace.
Lía se aparta.
Un solo paso.
Pero suficiente para dejarme vacío.
—No puedes hacer esto, Kael —dice, y su voz ya no es tan fuerte—. No puedes tocarme como si nada hubiera pasado. No después de dejarme sangrando con tus palabras.
La miro. Toda. Rota y hermosa. Con fuego en la mirada y cicatrices invisibles en el alma.
—Aún te siento, Lía.
Ella tiembla. Pero no cae.
—Eso no cambia lo que hiciste.
Y se da la vuelta. Se va.
Camina hacia la puerta con la misma dignidad con la que se fue hace cinco años.
Pero yo la veo ahora desde otro lugar.
Desde el vacío que dejó.
Desde el lobo que se niega a soltarla.
Cuando la puerta se cierra detrás de ella, el silencio vuelve.
Y solo entonces me doy cuenta de que no puedo respirar.
Porque el lazo que creí haber roto…
Me está ahogando.