La noche caía sobre el bosque como un manto de tinta derramada. Lía y Kael avanzaban en silencio, sus pisadas apenas audibles sobre el suelo cubierto de hojas húmedas. El aire olía a tierra mojada y a peligro. Estaban cruzando la frontera invisible que separaba su territorio del clan Colmillo Negro, enemigos ancestrales que ahora tenían algo infinitamente más valioso que cualquier disputa territorial: tenían a Elian, uno de sus trillizos.
—Debemos descansar —susurró Kael, deteniendo su avance con un gesto—. Hay una cabaña abandonada a medio kilómetro. La usábamos como puesto de vigilancia hace años.
Lía asintió, apretando contra su pecho la pequeña mochila de su hijo. La había encontrado bajo la cama de Elian, como si el niño hubiera querido dejarla atrás deliberadamente. Dentro llevaba su peluche favorito, un par de calcetines y un dibujo de la familia. Nada que indicara una huida planeada.
La cabaña apareció entre los árboles como un fantasma de madera y piedra. El techo se inclinab