31

El amanecer se filtró entre las cortinas del refugio como un intruso silencioso. Lía despertó con esa sensación de vacío que solo las madres reconocen, ese hueco en el pecho que anuncia que algo no está bien. Se incorporó de golpe, con el corazón martilleando contra sus costillas. Algo faltaba. Alguien faltaba.

—¡Mateo! —gritó, corriendo hacia las habitaciones de los niños.

Sus pies descalzos golpeaban el suelo frío mientras el pánico crecía en su garganta. Abrió la puerta de un tirón. Las camas de Lucas y Emma seguían ocupadas, sus pequeños cuerpos acurrucados bajo las mantas, pero la de Mateo... vacía. Las sábanas revueltas, como si hubiera habido una lucha, o como si alguien lo hubiera arrastrado fuera.

El grito que emergió de su garganta despertó a toda la manada. En segundos, Kael apareció a su lado, su rostro transformándose del sueño a la alerta en un instante.

—¿Qué sucede? —preguntó, pero al ver la cama vacía, su rostro palideció—. No. No puede ser.

La manada se movilizó como
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