Eran los días más felices en la vida de Gracia. Su obra, un homenaje a su abuela, por fin estaba terminada y lista para presentarse en el concurso de pintura. Contempló el cuadro con emoción y una sonrisa iluminó su rostro.
—Perfecto, señora Sanclemente. Llevaremos la obra al lugar de exhibición —anunció uno de los encargados de la galería, tomando el lienzo con cuidado.
—Claro —respondió ella, satisfecha. Se giró para marcharse, pero al dar el primer paso, chocó de frente con una figura inesperada.
Su sonrisa se desvaneció.
—¿Qué haces aquí, Fernando? —espetó, sacudiendo la cabeza con fastidio—. ¿Acaso no te quedó claro que debías largarte de esta ciudad?
Fernando la recorrió con la mirada. Su expresión, últimamente marcada por el remordimiento, ya no significaba nada para ella.
—Gracia... han sido días difíciles, mi amor. No he dejado de pensar en ti.
Ella se cruzó de brazos, firme, con una mirada fría y llena de desprecio.
—¿Y crees que eso me importa? ¿Qué me conmueve tu dolor? —e