Gracia abrió los ojos. La luz se filtraba distinta, más pálida, atravesando las cortinas gruesas de un hotel en Shanghái. El murmullo de la ciudad era lejano pero constante, como un rumor que nunca descansa. Todo se sentía diferente: el aire húmedo, el olor a especias que se colaba hasta la habitación, y sobre todo, la certeza de que las pesadillas habían quedado atrás.
La puerta se abrió y Maximilien entró con una bandeja. Sus pasos sonaban ligeros, relajado. Sonrió, colocando la bandeja frente a ella, mientras de reojo, miraba dormir plácidamente a la pequeña Hope en su cunita.
—Bienvenida a tu primera mañana en Shanghái, esposa.
Gracia parpadeó, sorprendida. El aroma era extraño y delicioso a la vez: bollitos blancos y esponjosos que parecían nubes, un cuenco con arroz congee humeante y espeso, acompañado de cebollín y huevo salado; té verde recién hecho y pequeños platillos con encurtidos que desconocía.
—Es el desayuno típico —explicó él, acomodándose a su lado—. Bollos al vapor