La impaciencia quemaba cada minuto en el reloj. Quince minutos después, Isabelle aún estaba en la oficina de James, caminando de un lado a otro como un león enjaulado. Finalmente se levantó del sillón, con decisión.
Abrió la puerta y se acercó a la secretaria de James.
—¿Qué tan importante es la junta en la que está? —preguntó, con voz baja pero firme.
La secretaria dudó un segundo antes de responder:
—Nada que no pueda resolverse mañana, señorita Hartley.
Isabelle murmuró un “perfecto” apenas audible, más para sí misma que para la otra mujer.
—¿Dónde está la sala de juntas?
La secretaria, un poco nerviosa, le indicó el camino. Isabelle sonrió en agradecimiento y avanzó con paso seguro.
Frente a la puerta, respiró hondo. Luego la abrió.
Dentro, James estaba sentado al extremo de la mesa, girando un bolígrafo entre los dedos mientras escuchaba la presentación de uno de sus gerentes. Apenas la vio entrar, trató de contener la sonrisa, pero sus ojos lo traicionaron.
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