El jet descendía lentamente entre nubes grises, revelando un paisaje que parecía sacado de una pintura silenciosa. Bergen se desplegaba bajo ellos como un susurro de civilización entre montañas. Las casas de colores junto al fiordo, los techos cubiertos de escarcha, y el mar oscuro que parecía guardar secretos antiguos.
Isabelle observaba por la ventanilla sin hablar. Camille y Lucie estaban a su lado, también en silencio, como si el frío del exterior ya se hubiera instalado dentro de ellas.
El aterrizaje fue suave. Al salir del jet, el aire helado les golpeó el rostro con una claridad que dolía. Frente a ellas, un convoy discreto esperaba: dos autos negros, sin emblemas, sin palabras.
El trayecto por carretera fue breve pero serpenteante. Subieron por caminos estrechos entre bosques de pinos, hasta que la ciudad quedó atrás y solo quedaron las montañas y el cielo. Finalmente, llegaron a una propiedad escondida entre los árboles: una mansión de piedra gris con ventanales altos,