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La mañana en la mansión Moore era serena, con el sol apenas filtrándose entre los árboles del jardín. Isabelle caminaba descalza sobre el césped, buscando aire más que dirección. Llevaba días con el pecho apretado, y aunque no lo decía, Noah lo sabía.

Lo encontró junto a la fuente de piedra, sentado con una flor silvestre en la mano. Al verla, sonrió y se levantó con calma.

—Para ti —dijo, extendiéndola—. No es del invernadero, pero tiene carácter. Como tú.

Isabelle tomó la flor con una sonrisa que no había mostrado en días.

—¿Siempre tan encantador por las mañanas?

—Solo cuando encuentro a alguien que lo merece.

Ella se sentó en el borde de la fuente, y Noah se acomodó a su lado. El silencio entre ellos era cómodo, como si el aire supiera que no debía interrumpir.

—¿Sabes? —dijo Isabelle, juguetona—. A veces me pregunto si tú te entrenaste para decir justo lo que una mujer quiere oír.

—No. Me sale natural. Pero si quieres, puedo empezar a decir cosas horribles. ¿Te ay
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