Isabelle estaba en su habitación, sentada en la esquina del sofá con el teléfono entre las manos. La luz era tenue, y el silencio de la mansión contrastaba con el ruido que imaginaba en Berlín. Había leído el artículo tres veces. Las fotos seguían flotando en su mente como si fueran más reales que los recuerdos.
Escribió un mensaje:
> *“¿Te estás divirtiendo mucho, ¿no?”*
Lo leyó. Lo borró.
Escribió otro:
> *“No sabía que las reuniones incluían copas y sonrisas con pelirrojas.”*
Lo borró también.
Otro:
> *“¿Eso es lo que haces cuando no estás trabajando? Fingir que no me conoces.”*
Lo borró. Respiró hondo. Finalmente escribió:
> *“¿Podemos hablar?”*
Lo envió.
Eran las 10 de la noche en Berlín.
Pasaron tres minutos. Luego el teléfono sonó.
Isabelle lo miró. Dudó. Pero ella había pedido hablar. Contestó.
—Hola —dijo, con voz baja.
Al otro lado, se escuchaba música, risas, vasos chocando.
—¿Estás ocup…? —empezó Isabelle.
—No estoy ocupado para ti —inte