El pitido rítmico del monitor cardíaco era el único sonido que se atrevía a romper el silencio sepulcral de la habitación 304. Era un sonido mecánico, frío, que marcaba la delgada línea entre la vida y la muerte, una línea que Baruk Baruk había cruzado y de la que había regresado a duras penas.
Selim entró en la habitación con el paso de quien entra en un santuario profanado. Cerró la puerta tras de sí con una suavidad reverencial, aislando el caos del mundo exterior. Allí, entre sábanas blancas y cables que parecían enredaderas tecnológicas, yacía el hombre que había sido su roca, su compañero y, a veces, su verdugo emocional durante más de treinta años.
Ver a Baruk así, despojado de su traje impecable, sin su voz de mando, reducido a un cuerpo frágil conectado a vías intravenosas, fue un golpe directo al corazón de Selim. Se acercó a la cama, sus tacones apenas rozando el suelo, y se colocó al lado de su esposo.
Observó su pecho subir y bajar con dificultad. La piel de Baruk tenía e