Selim sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Aceptar la prueba viviente de la traición de su esposo era una petición monumental. Pero al mirar a Baruk, viendo la súplica en los ojos de un hombre que siempre había sido de acero, comprendió que este era su intento de redención. No podía negarle la paz a su esposo.
Lentamente, Selim se inclinó sobre él. Acercó su rostro al de él y, con una ternura infinita, besó sus labios resecos. Fue un beso de perdón, de pacto y de amor incondicional.
—Así será, Baruk —susurró contra sus labios—. Te lo aseguro. La cuidaremos.
Baruk exhaló, y por primera vez en horas, sus facciones se relajaron verdaderamente.
Mientras tanto, en la sala de espera, la atmósfera era densa, pero extrañamente más calmada que en la habitación del enfermo.
Emmir y Kerim estaban sentados uno al lado del otro en las incómodas sillas de plástico azul. No había gritos, no había reproches. Solo dos hermanos agotados, con las corbatas deshechas y las camisas arrugadas, espera