Siempre había visto a Ariel como la villana de su historia, la mujer altiva que la miraba por encima del hombro. Pero hoy, bajo la luz grisácea del atardecer, solo veía a una mujer rota.
Con paso cauteloso, Zeynep se acercó.
—¿Estás bien? —preguntó suavemente.
Ariel se sobresaltó levemente, pero no se giró. Tomó un sorbo de su café y comenzó a caminar lentamente hacia una de las bancas de madera, ignorando la presencia de Zeynep.
Zeynep no se rindió. La siguió, manteniendo una distancia respetuosa.
—Ariel, sé que tú y yo no nos llevamos bien —continuó Zeynep, hablando a su espalda—. Sé que probablemente soy la última persona a la que quieres ver ahora. Pero creo que te haría bien hablar. Desahogarte.
Ariel se detuvo frente a la banca y se giró lentamente. Su rostro estaba pálido, y la máscara de arrogancia habitual se había agrietado, dejando ver el cansancio. Soltó una risa corta, seca, una sonrisa sarcástica que no llegó a sus ojos.
—¿Tú? —dijo Ariel, arrastrando la palabra con incr