La llave giró en la cerradura con un susurro metálico. Arianna entró a la casa arrastrando los pies, el corazón latiéndole aún por lo que acababa de vivir con Greco. Cerró la puerta con suavidad y se quedó quieta unos segundos, esperando el habitual rugido de Paolo desde la sala o su mirada acusadora desde el umbral de la cocina.
Pero esta vez no hubo gritos.
El olor a rosas frescas la envolvió al instante. Parpadeó, extrañada. En el centro de la sala había un enorme ramo sobre la mesa, una caja de regalo con un lazo dorado, y, más allá, otras más pequeñas apiladas con cuidado. Todo era silencioso. Inquietantemente amable.
—Hola, amore mio —dijo la voz de Paolo desde el comedor, con una calidez poco habitual.
Arianna lo vio acercarse con una sonrisa amplia, vestido con camisa blanca, mangas arremangadas, copa de vino en mano.
—¿Tú…? —murmuró, desconcertada.
—Te preparé cena. —Él le indicó la mesa servida con velas encendidas y platos aún humeantes—. Pollo al limón. Como te gusta.
Ella