Arianna entró a su departamento con paso lento, dejando las llaves sobre la mesita de la entrada. La casa estaba en penumbras, silenciosa. Paolo se había ido, No sabía si debía sentirse aliviada o inquieta.

Se apoyó contra la puerta cerrada, los ojos aún empañados por lo que acababa de vivir.

El beso.

Aquel instante seguía repitiéndose en su cabeza como una melodía suave pero insistente. Sus labios aún ardían con el recuerdo de los de Greco: firmes, seguros, cálidos. No había sido solo un beso robado tras un tropiezo torpe. No. Había sido una confesión silenciosa. Una promesa velada.

Se llevó una mano a los labios, apenas tocándolos. Cerró los ojos.

“Tú me desarmas.”

La frase, dicha con esa voz baja, honda, seguía resonando en su interior. Era absurda. Era temeraria. Y, sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de ella —algo oculto, oprimido— se estaba abriendo paso como una grieta luminosa.

Fue hasta su cuarto, se sentó en la cama, abrazando sus piernas, la cabeza apo