CONFESIÓN EN LAS PENUMBRAS
La villa estaba en calma, pero no era una calma tranquila… era la calma tensa de un lugar que sabe que afuera, en algún punto, hay un enemigo que aún respira. En la habitación de Luciana, el único sonido era el vaivén suave de la mecedora y la respiración acompasada de su bebé, que dormía en sus brazos.
Un golpe suave sonó en la puerta.
—¿Puedo pasar? —la voz grave de Dante rompió el silencio.
—Claro… —contestó ella sin dejar de mecer al niño.
Dante entró, cerrando la puerta con cuidado. Caminó hasta quedar a un metro de ella, observando cómo el pequeño, ajeno a todo, movía las manitas en sueños.
—Se ve tranquilo.
—Él sí… yo no —respondió Luciana, con una sonrisa triste.
Dante se agachó para quedar a su altura.
—Ven acá, piccolo —dijo con un tono que Luciana rara vez le había escuchado, casi cálido.
Ella dudó un instante, pero se lo entregó. Apenas sintió la voz y el contacto de Dante, el bebé abrió los ojos y sonrió.
—Siempre me reconoce… —susurró él, tocan