Un sótano frío.
El olor a humedad y metal oxidado impregnaba el aire. El eco de una gota cayendo sobre el concreto marcaba un compás inquietante. Marco estaba sentado en una silla de hierro, las manos esposadas a la espalda, la camisa manchada de hollín, sudor y sangre seca. Sus ojos estaban rojos, no solo por el humo, sino por la furia contenida.
La puerta chirrió y se abrió lentamente. Dante entró primero, con pasos tranquilos, como si disfrutara cada segundo de ese momento. Tras él, apareció Greco, impecable pese a la noche infernal que acababan de dejar atrás. Solo sus ojos, oscuros y afilados, revelaban la violencia que acababa de desatar.
—Veo que sobreviviste —dijo Greco, cerrando la puerta tras de sí.
Marco levantó la cabeza con una sonrisa amarga.
—No gracias a ti.
Dante soltó una carcajada breve.
—A ti no te salvó nadie. Te dejamos respirar porque todavía sirves para algo… aunque no sé cuánto te va a durar la suerte.
Marco escupió al suelo.
—¿Por qué no lo haces ahora? Termi