La ciudad, a medianoche, parecía guardar secretos en cada esquina. El asfalto brillaba mojado por una lluvia reciente y los faros del coche de Marco cortaban la bruma como dos navajas. Conducía a velocidad constante, sin música, sin ruido que no fuera el del motor y su respiración, áspera.
Se estacionó a dos cuadras de un bar portuario que conocía desde antes de Rubí. Sótano bajo una fachada que fingía ser bodega de redes; adentro, tragos baratos y hombres que vendían información a mejor postor. Se acomodó la chaqueta, bajó y caminó con las manos a los bolsillos, la cabeza gacha, como un fantasma que ya sabe a quién va a asustar.
El aire olía a sal, óxido y cigarrillo. Al empujar la puerta, un golpe de música vieja lo envolvió: un bolero arañado por parlantes cansados. Tres mesas ocupadas, dos marineros, una pareja, un tipo solo con gorra. Detrás de la barra, Tano, ojos de perro viejo.
—Pensé que estabas muerto —soltó Tano, sin saludo, limpiando un vaso con un trapo peor que el vaso.