Verona — Mansión Leone, dos meses después
La casa respira distinto. Ya no huele a pólvora ni a humo, sino a pan caliente, a jazmín del jardín y a desinfectante en una sola mezcla que, contra toda lógica, resulta reconfortante. Convirtieron el ala oeste en una suite clínica: cristales amplios, silencio controlado, monitores con luz tenue, un ventilador susurrando como si rezara.
Greco descansa inmóvil, hundido en sábanas blanquísimas. El vendaje sobrio en el tórax recuerda que la bala pasó cerca del corazón y que el tiempo, esta vez, es el único cirujano que importa. Un cardiólogo de confianza y dos enfermeras rotan en turnos, discretos como sombras buenas. Nadie entra sin autorización de Ravenna.
Arianna vive allí.
De día abre las cortinas para que entre el sol de Verona. De noche le lee en voz baja y le cuenta la casa como si fuera una novela: quién entra, quién ríe, quién llora, qué flores abrieron primero. A veces apoya la cabeza en su hombro, por si esa cercanía le marca el camino