Villa Leone — Ala Este, madrugada
La casa dormía con los pulmones llenos de sal marina. Afuera, el jardín respiraba en silencio; adentro, la habitación de Greco estaba bañada por una luz tenue. El monitor marcaba un compás discreto, los respiradores ya no imponían su rumor: solo una cánula de oxígeno, el suero, y el cuerpo enorme del hombre que había sostenido guerras y destinos.
Dante empujó la puerta con cuidado. Traía ojeras, una sudadera vieja, y en los ojos esa mezcla de miedo y fe que se ve en las iglesias a las tres de la mañana. Cerró, dejó el móvil boca abajo sobre la mesa y se acercó a la cama.
—Fratello… —se sentó, inclinándose—. Ya estuvo, ¿sí? La noche nos hizo precio, pero no nos regaló la vida. Eso la peleaste tú.
Silencio. Un pitido regular. El viento rozó las cortinas.
—Mira, te cuento rápido antes de que Nonna me encuentre y me regañe —rió bajo, con ternura—: Luciana está bien… y el bebé también. Tres meses y medio. Lo vi en la pantalla, parecía una lucecita cabezuda