La villa amaneció cubierta de un velo azul. El rocío prendía en los setos como diamantes diminutos. En el patio de piedra —el antiguo claustro que Greco había convertido en zona de prácticas— aguardaban tres mesas: una con vendas y agua; otra con dos pistolas descargadas, cargadores inertes y un par de cuchillos de entrenamiento de polímero; y una tercera con guantes de combate, bucal, y una cuerda pesada enrollada en forma de serpiente.
Dante ya estaba allí, chaqueta negra abierta, camiseta gris, los nudillos vendados. Caminaba en círculos cortos, como una pantera que mide su terreno. Levantó la vista cuando oyó pasos.
Arianna apareció con leggings oscuros, una camiseta ceñida y el cabello en un moño perfecto. El rostro limpio. Ojos serenos… y firmes. Greco venía un paso detrás, con sudadera y los brazos cruzados; no entrenaría, pero no pensaba perderse ni un detalle.
—Buenos días —dijo Arianna, frenando frente a Dante.
—Veremos si lo siguen siendo —respondió él con una media son