Nada de lo que haya intentado Azucena detuvo a Milord, quien con una determinación fría, arrancó al cachorro de sus brazos. La loba, sorprendida y aterrada, gritó con todas sus fuerzas.
—¡No, Alfa! ¡Devuélvame a mi cachorro, por favor! ¡¿Qué va a hacer con él?! ¡No lo mate, se lo imploro!
El pequeño lobo temblaba en las manos de Milord, indefenso, mientras Azucena, sin pensarlo dos veces, se lanzó a abrazar la pierna del Alfa. Sus brazos y piernas se enredaron alrededor de él con una fuerza feroz, tratando de impedir que continuara llevándose al cachorro, mientras que Milord caminaba arrastrándola a cada paso.
—¡Suéltame, Azucena! —exclamó.
Pero Azucena, con lágrimas recorriendo sus mejillas, la nariz húmeda por el llanto, la boca entreabierta y respirando con dificultad, se aferraba a él con toda la intensidad de su desesperación. Suplicaba una y otra vez, entre sollozos que la quebraban.
—¡No, Alfa! ¡Por favor, no mate a mi cachorro! ¡Déjeme cuidarlo, déjeme criarlo! ¡Yo puedo, se l