Milord, todavía con el rostro desencajado por el horror de lo que acababa de escuchar, alzó la vista hacia Azucena. Ella permanecía inmóvil detrás de Askeladd, con las manos unidas frente a sí y el semblante serio, sin devolverle siquiera una mirada. Su silencio era más doloroso para él que las cadenas, más hiriente que cualquier palabra de desprecio. La observó con incredulidad, con un rastro de súplica en los ojos, y al fin rompió el silencio con voz entrecortada.
—Azucena… Azucena, ¿tú de verdad vas a permitir esto? —preguntó con desesperación—. ¿Estás de acuerdo en regenerarme solo para que él vuelva a torturarme? ¿Para que esa cosa, esa aberración sin sentido, ese monstruo deforme me destroce una y otra vez?
Azucena alzó apenas la cabeza, aunque no lo miró.
—No insultes a mi mascota —advirtió Askeladd—. Él puede oírte, comprender lo que dices, y si lo provocas se enfadará.
Milord ignoró sus palabras y continuó suplicándole a Azucena, buscando en ella un resquicio de compasión qu