Kael
El fuego crepitaba en la chimenea de mis aposentos mientras observaba las llamas danzar, hipnóticas y salvajes. Como ella. Como Auren. Bebí un largo trago de vino, sintiendo el calor del alcohol extenderse por mi garganta. La noche era fría, pero el frío que me atormentaba venía de adentro.
Había pasado toda mi vida construyendo murallas. Fortalezas impenetrables alrededor de mis pensamientos, de mis sentimientos. De mi corazón. Era lo que me mantenía vivo, lo que me había convertido en el comandante temido que todos conocían. El hombre sin fisuras.
Pero ella... ella había encontrado cada grieta.
Dejé la copa sobre la mesa y me acerqué a la ventana. La luna iluminaba los jardines del castillo con una luz plateada, casi fantasmal. Recordé la primera vez que la vi, moviéndose como una sombra entre las columnas del gran salón. Tan insignificante para todos, tan visible para mí.
—Era solo un deber —murmuré para mí mismo, como si al decirlo en voz alta pudiera convertirlo en verdad—.