Kael
El amanecer me sorprendió despierto, como tantas otras veces. La diferencia era que, por primera vez en años, no me levanté por obligación. No había órdenes que cumplir, ni un juramento que honrar. Las cadenas invisibles que me ataban al rey Aldric se habían roto, dejando en su lugar un vacío desconcertante.
Me incorporé en la cama improvisada que había dispuesto en la antecámara de los aposentos de Auren. Mis músculos protestaron, tensos por la vigilia y la preocupación. Había pasado la noche escuchando cada sonido, atento a cualquier amenaza. No porque fuera mi deber, sino porque había elegido hacerlo.
La luz del alba se filtraba por la ventana estrecha, dibujando patrones dorados en el suelo de piedra. Contemplé mis manos, las manos de un hombre libre. ¿Qué significaba esa libertad para alguien que había vivido toda su vida bajo el yugo del deber?
—¿Quién soy ahora? —murmuré a la habitación vacía.
Durante años, mi identidad había estado definida por mi posición: comandante de