¿La vida de un gato es Fácil? La respuesta es “No”. ¿Por qué? Porque en el mundo real, en las calles de la ciudad de un país tercer mundista, estas son crueles con todos, en especial con los más indefensos, entre ellos los animales. Uno de los animales más martirizados y la vez de los más amados con el pasar del tiempo son los gatos. En esta obra literaria se narrara las aventuras y desventuras de los hermanos gatunos: Kiri, Fernando, Michi y Micifuz. Que naciendo en el seno de una familia de clase media, por malentendidos familiares y por obra de la providencia, terminan cada uno recorriendo un camino diferente. Cada uno vivirá sus propias aventuras que a veces se entre lazaran entre ellas mismas y todos con la finalidad de garantizar su supervivencia. Kiri.- Es una gata muy floja, su historia se desarrollara dentro de un hogar donde la mayoría la tratan de maravilla, sin embargo, no siempre se es “monedita de oro” y alguien no la querra. Fernando.- Es un gato muy precavido, sus aventuras se llevaran a cabo en el vecindario, acompañado de su dueño aprenderán que hay personas sin escrúpulos y enfrentará sin buscar problemas a los llamados “malos vecinos”. Michi.- La más peleonera de todos, una gatita que se narraran sus hazañas logradas en las crueles calles y conocerá en carne propia los peligros que representan los jóvenes humanos para ella y todos en la cuadra. Micifuz “Gato”.- El más inocente de los 4, una mala jugada del destino provoco que terminara siendo un gato callejero. Se enfrentara a los problemas de ser un gato vagabundo, sin embargo, conforme pasa el tiempo es reclutado por un grupo muy singular llamado “Los viajeros de Plutón”, con la misión de salvar al mundo de la autodestrucción.
Leer másUn olor fétido emanaba de varios charcos de agua con un color verdoso. A lo lejos se oía el sonido de las ranas, algunos saltamontes y el bullicio citadino. Pequeñas cucarachas asomaban sus antenas de vez en cuando por unos diminutos tubos que sobresalían de las paredes, y una pequeña corriente de agua pasaba a través de una bifurcación formada en el piso, de unos 30 centímetros de ancho. En este lugar se hallaba una casita de cartón y madera, edificada sobre una pequeña plataforma sostenida por unos barrotes, adherida a la cima de una pendiente y debajo de un puente por donde circulaban autos sin cesar, los cuales hacían que la endeble construcción se tambaleara a ratos. Era un día muy caluroso. El clima de la ciudad donde se localizaba este lugar era extremoso; bastaban unas horas para alcanzar 40 grados Celsius de día, y por la noche la temperatura descendía bajo cero. En una zona de la urbe podía caer un fuerte aguacero y, a escasos 100 metros, estar soleado. Todos los habitantes sabían que resultaba inútil consultar las predicciones climáticas, pues el ambiente era completamente impredecible.
Un hombre viejo, de aspecto extraño, estaba a unos 10 metros de la casita. Caminaba por la pendiente donde iniciaba la pared de forma peculiar: con el pie derecho al frente y arrastrando el izquierdo; solo este último tenía puesto un tenis blanco maltrecho. El anciano también vestía un pantalón gris atado en la cintura con varios cordones de zapatos unidos entre sí, una lona con propaganda política a modo de capa y un ridículo sombrero en forma de tazón invertido, hecho con latas vacías de cerveza, de cuyo centro sobresalía una antena de conejo. A unos pasos de él iba un chihuahua blanco desnutrido, con un gracioso sombrero charro en la cabeza. El viejo conversaba alegremente con su compañero:
—Max, desde que llegamos del planeta Plutón hace tantos años, no he logrado encontrar mi nave espacial. Los terrícolas son algo extraños; parecen ignorar el daño ambiental que produce su tecnología, ¿no lo crees?
—Guau, guau [en efecto, estimado].
—Lo sé, Max, alguien tiene que estar cuerdo. Por lo pronto, debemos ir por provisiones. La ola de calor azotará más fuerte esta primavera.
El chihuahua olfateaba el suelo mientras caminaba.
—Tendremos que escalar la pendiente para subir a la superficie. Lo bueno es que mi capa me permite volar —dijo el anciano.
El perro continuó olfateando el suelo.
—Max, tenemos que darnos prisa y concluir la misión Apolo. Ya casi termino la pantalla para compartirle a la gente el mensaje legado por los plutonianos: ¡El fin se acerca, hay que hacer algo para cuidar el mundo!
Terminado el pequeño diálogo, el viejo se colocó en el cuello una tabla de unos 50 centímetros de ancho por 1 metro de largo atada a una correa. Acompañado por el perro, siguió caminando unos minutos. De pronto, el misterioso hombre se detuvo cerca de unas escaleras talladas en la pendiente, alzó al chihuahua con el brazo derecho y gritó ¡Fiush! mientras ascendía a paso lento con su peculiar forma de andar. El anciano se dirigió al perro, que ladraba alegremente: “En realidad, mi pie izquierdo sí funciona, pero debo conservar fuerzas para el Día del Juicio Final. Ya sabes que si usara ambos pies, podría correr a la velocidad del sonido”. Al terminar de subir las escaleras, el hombre colocó a su compañero en el suelo. Lo primero que se podía ver era una gran pizzería al otro lado de la calle. Allí solían hurgar la basura en busca de restos de comida en buen estado. Algunas veces anunciaban a todo el que pasaba lo que ellos llamaban “El mensaje ambientalista del día”. Y a los valientes transeúntes que se detenían a cruzar unas palabras, el viejo les contaba cómo los humanos están autodestruyendo su mundo poco a poco. Luego les hablaba de los gobernantes de Plutón, de su enojo por la negligencia de los terrícolas y por qué ellos, en un gesto de reciprocidad, habían decidido enviarlo a la Tierra para ayudarlos a evitar su extinción. Sin embargo, pocos eran los elegidos para escuchar esa larga historia. En aquel lugar, al pobre vagabundo lo tachaban de loco.
El anciano y su inusual compañero arribaron al lugar habitual para abastecerse de “provisiones” en el basurero. Solían buscar comida en los pequeños botes metálicos, y siempre usaban la misma estrategia: mientras el perro vigilaba el perímetro, el hombre se enfocaba en llenar una vieja mochila color rosa con los desperdicios. Más o menos un minuto después de haber iniciado esa actividad, una pequeña bola de pelos, veloz como un rayo, se dirigió a toda velocidad hacia ellos. Dos perros que ladraban violentamente le seguían el paso de cerca. El inusual ruido llamó la atención del anciano y el chihuahua, y ambos voltearon a ver. La persecución canina estaba en su clímax; el pequeño animal acorralado se acercó a unos metros de ellos, dio un apresurado salto contra el muro, giró en el aire para colocar las patas sobre este, se impulsó y dio un segundo brinco con el que logró entrar a uno de los botes de basura. Sus perseguidores llegaron detrás de él sin dejar de ladrar e, irguiéndose amenazadoramente, colocaron las patas delanteras en el borde del bote donde se hallaba la aterrada criatura. El viejo tomó un trozo de cartón de otro contenedor, lo agitó vigorosamente en el aire y les dijo a los perros: “¡Shu hombe, shu hombe, malditas vacas!” mientras el chihuahua le ayudaba ladrando con ferocidad. Los perseguidores se asustaron al ver el trozo de cartón pasar encima de su cabeza, retrocedieron unos pasos y se fueron alejando poco a poco con la cola entre las patas.
Una vez que logró ahuyentar a los atacantes, el anciano volvió para ver a la criatura que estaba escondida. Se acercó lentamente al bote y, al mirar por la parte superior, supo que se trataba de un gatito gris, con la panza blanca, acurrucado entre las pilas de desperdicios. El viejo calculó que tenía apenas unos dos meses de vida. Trató de acariciarlo varias veces, pero el gato gruñía en cada intento. El hombre pensó que quizá se debía a que aún estaba agitado por la persecución, pero eso no impidió que él tomara un apestoso pedazo de pizza de peperoni y se lo ofreciera al animal con la intención de ganar su confianza. El gatito, algo temeroso, acercó la nariz para olfatear la comida; enseguida la lamió un par de veces y le dio un pequeño mordisco. Mientras, el chihuahua olfateaba todo lo que estaba cerca del contenedor de basura. El anciano se dirigió al gato:
—Pequeño habitante terrestre, soy Constantino Burras, pero puedes llamarme Tino. Él es mi fiel compañero, el único e inigualable teniente Max, y ambos somos los Viajeros de Plutón. Te doy la bienvenida a mi Almacén de abastecimiento; puedes venir cada vez que tengas hambre —añadió, al tiempo que sonreía mirando al chihuahua.
—¡Guau! ¡Guau! [Bienvenido] —ladró efusivamente Max y continuó caminando y oliendo todo a su paso.
—¿Qué dices, Max? —inquirió el anciano.
—Guau, guau, guau guau [Pregúntale si no tiene a dónde ir, si se quiere unir].
—Yo también pienso lo mismo, le preguntaré —repuso Tino, mirando al gato; luego dijo—: ¿Te quieres unir a mi tripulación? El teniente Max y yo te damos la bienvenida, a menos que tengas a dónde ir.
El animalito no respondió, solo lo miró con sus grandes ojos verdes y siguió comiendo la pizza.
En eso, Tino extendió de nuevo la mano para tratar de tocarlo. El gato intentó huir, retrocedió aún más hacia la pared y lanzó un zarpazo, cosa a la que el viejo respondió:
—¡Ay! Está bien, pequeño, tómate la libertad de quedarte aquí si es lo que deseas. Nosotros venimos a diario para obtener provisiones. La comida es buena; come cuanto quieras hasta saciarte y, cuando termines, la oferta sigue en pie, eres libre de visitarnos en nuestra guarida —enseguida volteó y señaló con la mano derecha un puente visible en la lejanía—: se encuentra en aquel lugar, debajo de ese búnker metálico. Por lo pronto, el peligro ya pasó, así que por hoy come y relájate. Nosotros volveremos a nuestra guarida. Gru gru gru, como decimos adiós en Plutón.
Tino retrocedió un paso, se inclinó para alzar a Max y, diciendo Fiush, cruzó la calle y bajó poco a poco por las escaleras.
El gatito eligió como hogar temporal aquel basurero y sus alrededores durante las siguientes dos semanas, principalmente por la facilidad para conseguir comida. Además, los botes de basura le proporcionaban un escondite perfecto de los perros callejeros y otras alimañas que deambulaban por ahí. En el lugar, frente al restaurante se encontraba un pequeño estacionamiento, solo había tres botes y un contenedor de basura industrial cerca del fondo del lado derecho. A espaldas de este se hallaba un muro que cubría la tercera parte de la construcción; en la parte donde terminaba el muro se unían el área del estacionamiento y el resto de la calle contigua a la pizzería. Entre el edificio y el basurero se ubicaba un pequeño carril de autoservicio que circundaba la construcción, y detrás de él una jardinera con matorrales.
Los encuentros del felino con “los viajeros de Plutón” fueron muy pocos durante esos días. Tino y Max pensaban que, como los gatos son animales muy sigilosos, se esconden de los demás para evitar peligros y sentirse seguros. Eso los hacía sentir un poco mal, pues a pesar de que durante el primer encuentro mostraron una conducta amigable, el minino siempre tomaba sus precauciones. En los próximos dos encuentros que este tuvo con “los viajeros de Plutón”, se mantuvo alejado. Durante el segundo encuentro, el gato trepó a lo alto de la barda y los miró fijamente. El viejo aprovechó aquel momento en que el minino no huyó para entablar una conversación con él:
—Pequeño habitante terrestre, ¿cómo te ha ido en este ambiente tóxico en los últimos días? ¿Has notado que el cielo en esta ciudad tiene una coloración gris aunque esté despejado?
—Guau [Es cierto] —ladró efusivamente Max.
El gato los miró con aires de duda, no sabía de qué hablaban.
—Pequeño terrícola, ¿cuál es tu nombre? —preguntó Tino—. Es menester que conozcamos al inquilino de nuestra Almacén de abastecimiento. Además, por cortesía, debemos saber tu nombre, así como el teniente Max y yo nos presentamos contigo la primera vez.
El felino los seguía mirando sin parpadear.
—Guau, guau [Él no tiene un nombre —ladró el teniente Max.
—Interesante, Max —repuso Tino—. Entonces, ¿no tienes nombre, pequeño? ¿Te parece si te llamamos Micifuz II? —el animal retrocedió un poco, haciendo un movimiento como si fuera a saltar—. Excelente nombre, ¿no? Así como Micifuz, aquel héroe de “La Gatomaquia” de Lope de Vega.
En eso, el felino saltó de la barda y huyó rodeando el edificio para sorpresa de Tino, quien gritó antes de que desapareciera de su vista:
—¡No huyas, Micifuz! No somos mala compañía, aún tenemos mucho que contarte de nuestra misión en este mundo. ¡Micifuz!
El minino lo ignoró, siguió corriendo y desapareció debajo de un auto estacionado cerca de la entrada del restaurante. Esa fue la última vez que los viajeros lo vieron.
Al mismo tiempo que Paloma sintió ese escalofrío que le recorrió toda la médula, Micifuz vio cómo su némesis aparecía de repente caminando bajo los autos en la acera de enfrente; estaba a tres casas de distancia del hogar de Ellie. El minino maulló retadoramente para llamar la atención de su adversario, quien se detuvo al escuchar el familiar llamado y volteó para averiguar de quién se trataba. Entonces alcanzó a ver cómo un gato más pequeño que él se dirigía a toda velocidad para atacarlo (o eso creía) y se puso en posición defensiva en espera de la embestida. Sin embargo, el cabo giró en el último momento y le cortó el paso por enfrente (en la siguiente casa no había ningún carro estacionado) para evitar que avanzara más. Ambos felinos se miraron amenazadoramente, con el lomo erizado y emitiendo violentos chi
Con eso en mente, el cabo se concentró, y esta vez se agachó más. Calculó un par de veces la fuerza necesaria para lograr la hazaña y dio un enorme brinco con el que logró llegar a la cima. Lo primero que hizo al estar ahí fue soltar el collar. Respiró un par de veces, miró hacia atrás y solo pensó: ¡Lo logré! Enseguida fijó sus ojos en la guarida, aquel lugar donde tantas aventuras había vivido. Lo más notorio, sin duda, era que los únicos vestigios de la plataforma eran los huecos donde se empotraban los postes; la corriente se había llevado todo rastro de ella. Después, el minino volvió a tomar el collar y siguió corriendo hasta su destino. El agua había causado pequeños daños en las escaleras hechas a mano, pero aún eran transitables. Micifuz subió por ellas y, dando un salto, entró en
. A continuación, el minino inició su plan de supervivencia. Gracias a la lluvia del día anterior encontró un grupo de palomas, unos 30 metros al sur, devorando un pescado podrido. Como a esas alturas de la vida ya era un cazador muy diestro, logró atrapar fácilmente una de ellas para desayunar; le bastó darle 10 mordiscos para devorar toda su carne. Luego tomó un poco de agua de la pequeña corriente del centro, regresó al lugar donde había dejado el collar y cayó rendido bajo la rama. Dos horas después, una vez que el minino despertó, duró un largo rato pensando en sus compañeros. Todo lo que quedaba de ellos eran los recuerdos y los únicos dos objetos que llevaba consigo: la medalla de cuando lo ascendieron a cabo y el extraño collar que dejó Tino. Micifuz pensó por un momento que tal vez si regresaba a la guarida tendría una mín
El cielo estaba negro, una infinidad de truenos destellaban por todas partes y el agua turbulenta se movía violentamente sin cesar. Micifuz se aferraba con fuerza al extraño objeto de metal donde se encontraba. El aire arreciaba con tal potencia contra su cara, que el minino sentía cómo sus cachetes y sus párpados retrocedían por culpa de este. El teniente estaba frente a él, de espaldas, mirando al vacío. Dio un par de ladridos que Micifuz interpretó como: “Toda mi vida estuve a su lado para cuidarlo de cualquier cosa, incluyendo a los Malandros de la Noche y la terrible Bruja del Mezquital. Cabo, no dejes que desaparezca nuestro legado: ¡la misión de los Viajeros de Plutón!”. Su mirada era muy seria, pero extrañamente no llevaba puesto ningún sombrero para ocultar su calvicie. A continuación, giró la vista al frente y, sin más, saltó fuera del ex
!”. Desafortunadamente, su fuerza no equiparaba a la del motor que hacía girar todo ese nuevo mecanismo, y ellos apenas alcanzaron a darle media vuelta. Tino se llevó la mano derecha al rostro para taparse los ojos, negó con la cabeza y comenzó a decir con preocupación: “¡Tenemos que abandonar la guarida!”. Max ladró potentemente y corrió en dirección a uno de los muebles, cogió uno de los maderos de su nuevo ropero y empezó a jalarlo (estaba empotrado). Tino captó la idea del teniente y lo ayudó. Una vez que lo desempotraron, el hombre acostó el mueble de tal forma que la parte hueca quedara hacia arriba, quitó los entrepaños de madera y los sombreros del teniente, cargó de inmediato a Max y lo introdujo en él. Micifuz, por su parte, dio un pequeño salto para entrar. El nivel del agua ya alcanzaba a cubrir la plataforma. Tino se quit&
Los Viajeros de Plutón volvieron caminando del supermercado. A Tino se le hizo un desperdicio usar el vehículo cuando estaban a solo 100 metros de su casa. La reportera le había obsequiado cuatro órdenes de tacos en una bolsa; el comandante la ató muy bien a su cinto de mecate. Cuando únicamente debían cruzar la calle para llegar a la guarida, los Viajeros se pusieron pálidos de miedo al ver cómo se alejaba la granadera. Micifuz maulló un par de veces:—¿Miau, miau, miau? (¿Vi… vie… ron eso?).Tino respondió:—Sí, cabo, a mí también me pareció ver a los Malandros de la Noche. ¿Y a usted, teniente?Max contestó con un ladrido:—Guaf (En efecto).Lo ocurrido no les dio muy buena espina y decidieron esperar 5 minutos para llegar a su destino y descartar que hubiera moros en la costa
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