Kael
La luz del atardecer se filtraba por las cortinas de la habitación, bañando el espacio con un resplandor dorado que parecía suspender el tiempo. Observé a Elara sentada en el borde de la cama, con la mirada perdida en algún punto indefinido del horizonte visible desde la ventana. Su perfil recortado contra la luz moribunda me recordaba a esas pinturas antiguas que colgaban en los pasillos del castillo de mi príncipe: hermosas, enigmáticas, inalcanzables.
Pero ella ya no era inalcanzable para mí. No después de todo lo que habíamos vivido.
Me acerqué lentamente, sintiendo cada paso como un latido. El suelo de madera crujió bajo mi peso, alertándola de mi presencia. Cuando giró su rostro hacia mí, pude ver el rastro de lágrimas secas en sus mejillas.
—Pensé que dormías —murmuró, intentando componer una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—No puedo dormir cuando sé que tú estás despierta —respondí, sentándome a su lado.
El silencio entre nosotros no era incómodo, sino expectante, como s