Ella es la hija ilegítima del Rey, criada en las sombras, entrenada para ser invisible… hasta que es llamada al castillo para casarse con un noble extranjero a cambio de una alianza. Él es el comandante de la guardia del príncipe enemigo, destinado a vigilarla. Pero en un mundo donde la política se mezcla con la seducción, el deseo puede ser el arma más peligrosa. Mientras la guerra se cierne sobre los reinos y el trono se tambalea, el poder tiene un precio. Y amar al enemigo… puede ser el más alto de todos.
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La torre se alza ante mí, majestuosa y fría, como una prisión de lujo, un mausoleo de piedras grises que reflejan el sol de la tarde. Mi corazón palpita con fuerza en mi pecho, pero no por la belleza del lugar, sino por el peso del destino que me aguarda dentro. Me han dicho que este castillo es un símbolo de poder, que su grandeza es incomparable, pero lo único que veo es una jaula dorada, una que me atrapará sin remedio.
Cuando mi carruaje se detuvo frente a las puertas de hierro, me di cuenta de que todo había cambiado, que ya no era la hija del rey, que ya no tenía el mismo poder sobre mi futuro. Mi padre, el rey, ni siquiera se ha dignado a acompañarme. Me dejó sola, con un contrato entre mis manos y un futuro que no elegí. ¿Qué soy para él, sino una herramienta más en su juego político?
Un sirviente vestido con los colores del reino me ayuda a bajar del carruaje. Mi vestido, aunque hecho de seda fina, me pesa más que cualquier armadura. Cada paso que doy parece retumbar en mi pecho, como si la tierra misma supiera que ya no soy libre.
Mientras avanzo hacia la entrada del castillo, mi mirada recorre los alrededores. Los guardias, como estatuas vivientes, observan en silencio. El ambiente es solemne, casi opresivo. No hay risas, ni murmullos; solo el crujir de las piedras bajo mis pies y el viento que acaricia mi rostro con una frialdad inexplicable.
“Bienvenida, mi señora,” dice una voz grave, rompiendo el silencio. Me giro y veo a un hombre alto, con una capa negra que ondea ligeramente al viento. Su rostro está en sombras, pero sus ojos… esos ojos son como un fuego helado. Esos ojos no me miran con la cortesía de un sirviente, sino con una dureza que me hace pensar que este hombre no tiene miedo de nada ni de nadie.
“Soy Kael, comandante de la guardia,” explica, su tono impersonal.
Asiento con una pequeña inclinación de cabeza, sin saber qué responder. Hay algo en él que me descoloca, algo que no puedo identificar. Su mirada no me muestra sumisión ni respeto; más bien, parece una evaluación, como si estuviera midiendo algo en mí.
“Gracias, comandante,” digo, mis palabras saliendo más frías de lo que me gustaría. No sé por qué me siento tan distante de él, pero algo en su presencia me incomoda. Es como si supiera que no soy la princesa inocente que todos creen.
Mi guía, un sirviente con una actitud tan rígida como los pasillos que recorremos, me lleva hasta mi habitación. La puerta se abre con un crujido, y al entrar, me encuentro rodeada por lujo: una cama de dosel, cortinas de terciopelo, muebles de roble tallados a mano. Pero nada de eso me hace sentir cómoda. La habitación está tan impecablemente ordenada que se siente vacía, como si nadie hubiera habitado este lugar nunca. Un cuarto perfecto para una prisionera.
“¿Todo está a su gusto, mi señora?” pregunta el sirviente, sus ojos evitando los míos mientras se retira.
“Sí, gracias,” respondo, pero ni siquiera yo me lo creo. No hay nada aquí que me haga sentir en casa. Solo un lugar en el que me están guardando hasta que me entreguen a otro hombre, otro reino, otra vida que no elegí.
El reflejo de mi rostro en el espejo es el de una mujer que no sabe quién es en realidad. Todo lo que me rodea es extraño, ajeno, y sin embargo, es lo que debo llamar hogar ahora.
Pasé años en el palacio de mi padre, rodeada de lujos, pero siempre al margen. Siempre en la sombra de los hombres poderosos. Y ahora, aquí, la sombra de mi destino me aplasta aún más fuerte. No soy nada más que una pieza en el tablero de ajedrez de mi padre.
Unos golpecitos en la puerta me interrumpen. Abro, encontrándome con el comandante Kael de nuevo.
“Su alteza,” dice él, haciendo una ligera inclinación, “le he traído algo.”
Un pequeño paquete envuelto en cuero está en sus manos. Lo toma con una rapidez que me sorprende, dejando una pequeña sensación de vacío cuando nuestros dedos se rozan.
“¿Para mí?” pregunto, sorprendida por el gesto, pero sin dejar que mi voz muestre más curiosidad de la que quiero mostrar.
“Es un presente de bienvenida, mi señora. No lo considere algo personal,” responde con una fría profesionalidad, pero sus ojos, esos ojos… parecen decir algo más.
Tomando el paquete, lo abro con cuidado, sabiendo que lo que está dentro es irrelevante. Solo quiero evitar su mirada. Pero cuando saco el objeto, un pequeño medallón de plata con una piedra roja en su centro, una sensación extraña recorre mi cuerpo. No es un regalo común, y aunque podría ser simplemente un símbolo de cortesía, no puedo evitar preguntarme si hay algo más detrás de este gesto.
“Gracias,” digo, no sabiendo si debo sonreír o alejarme de él.
Kael no responde de inmediato. Su mirada se fija en mí, y aunque su expresión es tan controlada como siempre, hay algo en su rostro que me inquieta. Su silencio se estira como una cuerda tensa, y por un momento, me pregunto si, en realidad, todo esto es un juego para él. Un juego peligroso del que soy la pieza más vulnerable.
“Espero que se sienta… cómoda,” dice finalmente, como si esas palabras le costaran salir.
Yo no le respondo de inmediato. Siento que tengo un nudo en la garganta, pero no por la incomodidad de la situación, sino porque no sé si debo confiar en sus palabras. Algo en él no me deja tranquila.
Me aparto un poco, y el aire entre nosotros se vuelve denso. No hay espacio para lo que podría haber sido una conversación sencilla. Todo está cargado de algo no dicho, algo que flota en el aire. Algo que no podemos escapar.
“Gracias, comandante,” murmuro, deseando que se vaya. Pero sus pasos siguen sonando en la alfombra, y el peso de su presencia es tan fuerte como si estuviera justo detrás de mí.
Cuando finalmente se va, cierro la puerta con un suspiro profundo. Me dejo caer sobre la cama, sintiendo cómo la suavidad de las sábanas me rodea, pero no me da consuelo. No aquí. No ahora.
Me miro en el espejo una vez más, y una pregunta me surge de lo más profundo de mi ser. La imagen de Kael aparece en mi mente, con esos ojos tan fríos y a la vez tan… intensos.
¿Será él un enemigo o algo más?
Un golpe en la puerta me interrumpe, pero esta vez no es Kael. Es el mensajero del rey.
“Mi señora,” dice con voz baja, “hay algo que debe saber. El matrimonio podría no ocurrir…”
La incertidumbre me golpea como un rayo. El futuro que pensaba que ya tenía trazado se desvanece, dejando espacio para algo que no puedo prever.
Pero a qué precio...
KaelLa luz del amanecer se filtraba por los ventanales del balcón, bañando la habitación en tonos dorados. Contemplé a Auren dormida a mi lado, su cabello extendido como un manto de ébano sobre las almohadas. Sus pestañas proyectaban pequeñas sombras sobre sus mejillas, y su respiración, pausada y tranquila, me recordaba que esto no era un sueño.Había pasado tanto tiempo imaginando este momento que ahora, teniéndola junto a mí, sentía una extraña mezcla de paz y vértigo. Como si el universo hubiera conspirado para reunirnos después de tantas batallas, tantas pérdidas, tanto dolor.Me incorporé con cuidado para no despertarla y caminé hacia el balcón. Desde allí podía ver los jardines del palacio, ahora transformados. Ya no eran los jardines sombríos de un reino oprimido, sino el reflejo de una nueva era. Los jardineros trabajaban entre risas, los guardias conversaban relajados, y a lo lejos, en la ciudad, las banderas de la paz ondeaban junto a las del nuevo reino unificado.—¿Conte
AurenEl amanecer llegó con un resplandor diferente, como si el sol mismo supiera que algo había cambiado en nuestro mundo. Desde la ventana de la torre este, contemplaba los primeros rayos iluminando las piedras ennegrecidas por el fuego, los andamios que se alzaban como esqueletos contra el cielo y las personas que ya se movían como hormigas laboriosas entre los escombros.Tres meses habían pasado desde la batalla final. Tres meses desde que la sangre había dejado de correr y las cenizas habían comenzado a asentarse. Tres meses en los que cada día traía consigo el peso de decisiones que jamás pensé que tendría que tomar.—Auren.La voz de Kael me arrancó de mis pensamientos. Se acercó por detrás, sus pasos firmes pero silenciosos sobre la piedra, una costumbre que conservaba de sus días como comandante. Sus brazos me rodearon y su barbilla descansó sobre mi cabeza. Juntos observamos el reino que intentábamos reconstruir.—Los arquitectos han terminado los planos para el nuevo ala oe
KaelLa luz del atardecer se filtraba por las cortinas de la habitación, bañando el espacio con un resplandor dorado que parecía suspender el tiempo. Observé a Elara sentada en el borde de la cama, con la mirada perdida en algún punto indefinido del horizonte visible desde la ventana. Su perfil recortado contra la luz moribunda me recordaba a esas pinturas antiguas que colgaban en los pasillos del castillo de mi príncipe: hermosas, enigmáticas, inalcanzables.Pero ella ya no era inalcanzable para mí. No después de todo lo que habíamos vivido.Me acerqué lentamente, sintiendo cada paso como un latido. El suelo de madera crujió bajo mi peso, alertándola de mi presencia. Cuando giró su rostro hacia mí, pude ver el rastro de lágrimas secas en sus mejillas.—Pensé que dormías —murmuró, intentando componer una sonrisa que no llegó a sus ojos.—No puedo dormir cuando sé que tú estás despierta —respondí, sentándome a su lado.El silencio entre nosotros no era incómodo, sino expectante, como s
AurenLa oscuridad comenzaba a diluirse cuando abrí los ojos. Durante un instante, ese breve momento entre el sueño y la vigilia, no recordaba dónde estaba. Luego sentí el calor de otro cuerpo junto al mío, el peso de un brazo sobre mi cintura, y todo regresó a mí como una ola rompiendo contra la orilla.Kael dormía profundamente a mi lado. Su respiración, pausada y rítmica, acariciaba mi nuca con cada exhalación. Me giré con cuidado para no despertarlo y me permití contemplarlo. Sin la tensión que habitualmente endurecía sus facciones, parecía más joven, casi vulnerable. Las cicatrices que marcaban su piel contaban historias de batallas que yo apenas podía imaginar, pero ahora, en la penumbra de la habitación, no eran símbolos de guerra sino mapas de supervivencia.Deslicé mis dedos por su mejilla, apenas rozándola. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? Yo, la hija bastarda del Rey, criada para ser invisible, y él, el comandante enemigo que debía vigilarme. El destino tenía un extraño s
KaelEl amanecer me sorprendió despierto, como tantas otras veces. La diferencia era que, por primera vez en años, no me levanté por obligación. No había órdenes que cumplir, ni un juramento que honrar. Las cadenas invisibles que me ataban al rey Aldric se habían roto, dejando en su lugar un vacío desconcertante.Me incorporé en la cama improvisada que había dispuesto en la antecámara de los aposentos de Auren. Mis músculos protestaron, tensos por la vigilia y la preocupación. Había pasado la noche escuchando cada sonido, atento a cualquier amenaza. No porque fuera mi deber, sino porque había elegido hacerlo.La luz del alba se filtraba por la ventana estrecha, dibujando patrones dorados en el suelo de piedra. Contemplé mis manos, las manos de un hombre libre. ¿Qué significaba esa libertad para alguien que había vivido toda su vida bajo el yugo del deber?—¿Quién soy ahora? —murmuré a la habitación vacía.Durante años, mi identidad había estado definida por mi posición: comandante de
AurenEl amanecer me sorprendió en la torre este, con las manos apoyadas en la piedra fría y la mirada perdida en el horizonte. El cielo se teñía de naranja y rosa, como si la sangre derramada en los últimos días hubiera manchado las nubes. Respiré profundamente, llenando mis pulmones del aire fresco de la mañana. Por primera vez en mi vida, cada bocanada de aire sabía diferente.Sabía a libertad.La palabra resonaba en mi mente como un eco interminable. Libertad. Algo que siempre había anhelado sin saber realmente qué significaba. Ahora lo entendía. No era la ausencia de muros o la falta de obligaciones. Era esto: la capacidad de elegir mi propio destino, de tomar decisiones por mí misma, de equivocarme si era necesario.El reino se extendía ante mí, vasto y desconocido. Podría irme ahora mismo si quisiera. Nadie me detendría. Ya no era la hija bastarda del Rey, escondida en las sombras, entrenada para ser invisible. Ya no era una moneda de cambio en un matrimonio político. Ya no era
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