Sombras compartidas

Kael

La noche se extendía como un manto de tinta sobre las torres del castillo Valerian. Desde mi posición en la muralla este, podía observar cada rincón del patio interior, cada guardia que cambiaba de turno, cada sirviente que se escabullía con algún encargo tardío. El viento frío de otoño me golpeaba el rostro, pero apenas lo sentía. Mi mente estaba en otro lugar.

En ella.

Auren. La hija bastarda del Rey Aldric, criada entre sombras y ahora pieza central de un tablero político que ni siquiera ella comprendía completamente. La observé esa tarde, moviéndose por los jardines con esa mezcla extraña de elegancia natural y cautela permanente. Como un animal salvaje que ha aprendido a caminar entre humanos sin perder nunca la conciencia de que es diferente.

—Comandante Kael, señor —la voz del teniente Dorn me arrancó de mis pensamientos—. El informe de los guardias del ala norte está listo.

Tomé el pergamino sellado sin mirarlo realmente.

—¿Alguna novedad sobre la princesa bastarda?

—Nada significativo, señor. Pasó la tarde con Lady Elira, luego visitó brevemente las caballerizas. Ahora está en sus aposentos.

Asentí, fingiendo que aquello era solo otro dato táctico más. Pero la verdad era que cada movimiento de Auren me obsesionaba de una manera que resultaba peligrosa para mi misión.

—Puedes retirarte —le dije a Dorn, que hizo una reverencia antes de marcharse.

Me quedé solo nuevamente, contemplando las estrellas que salpicaban el cielo nocturno. El Príncipe Maelan confiaba en mí para vigilar cada paso de la hija ilegítima del Rey Aldric, para descubrir cualquier indicio de traición o debilidad que pudiera ser explotado. "Ella es la clave para desestabilizar esta alianza", me había dicho antes de enviarme aquí. "Descubre sus secretos, sus vulnerabilidades. Todo lo que pueda servirnos."

Y yo había aceptado sin cuestionarlo, como siempre había hecho. El deber ante todo. La lealtad a mi príncipe y a mi reino por encima de cualquier sentimiento personal.

Pero algo había cambiado desde que la vi por primera vez en aquel pasillo, con sus ojos desafiantes y su postura que intentaba ocultar el miedo. Algo que me hacía cuestionar cada orden, cada paso de mi misión.

Bajé de la muralla y me adentré en los pasillos del castillo. A esta hora, la mayoría de los nobles estarían cenando o retirados en sus aposentos. Era el momento perfecto para moverme sin ser notado demasiado. Mi uniforme de comandante extranjero me daba cierta libertad para recorrer el castillo, aunque siempre bajo la mirada recelosa de los guardias locales.

Mis pasos me llevaron, casi sin pensarlo, hacia el ala donde se encontraba la biblioteca real. No era casualidad. Había observado a Auren dirigirse allí varias veces cuando creía que nadie la vigilaba. La biblioteca era un refugio para ella, lo había notado en su rostro cada vez que emergía de aquellas puertas de roble tallado.

Al doblar una esquina, me detuve en seco. Dos guardias conversaban en voz baja frente a la entrada de la biblioteca. No era habitual tanta vigilancia para un simple repositorio de libros. Me oculté tras una columna y agucé el oído.

—...por orden directa de Lord Cassius —decía uno de ellos—. Nadie debe entrar sin autorización expresa.

—¿Ni siquiera Lady Auren? —preguntó el otro.

—Especialmente ella. El Lord Canciller dice que algunas lecturas no son apropiadas para una dama de su... posición.

Contuve una sonrisa amarga. Lord Cassius, el astuto canciller que manejaba los hilos del reino mientras el Rey Aldric se consumía lentamente por su enfermedad. No me sorprendía que quisiera mantener a Auren alejada del conocimiento. El conocimiento era poder, y él no deseaba compartirlo.

Esperé pacientemente hasta que un sirviente pasó con una bandeja, distrayendo momentáneamente a los guardias. Con movimientos silenciosos, producto de años de entrenamiento, me deslicé por un pasillo lateral que, según mis exploraciones previas, conducía a una entrada secundaria de la biblioteca.

La puerta cedió con un leve chirrido. El interior estaba iluminado tenuemente por algunas velas dispersas. Estanterías enormes se alzaban hasta el techo abovedado, creando un laberinto de conocimiento. Y allí, inclinada sobre una mesa repleta de pergaminos antiguos, estaba ella.

Auren no me había oído entrar. Estaba completamente absorta en un documento que sostenía con delicadeza, como si temiera que pudiera desintegrarse entre sus dedos. Su cabello caía como una cascada oscura sobre uno de sus hombros, y la luz de las velas arrancaba destellos cobrizos de sus mechones. Vestía un sencillo vestido azul noche, sin los adornos ostentosos que solían imponerle para las apariciones públicas.

Me quedé inmóvil, observándola. Había algo hipnótico en la concentración con la que leía, en la forma en que sus dedos recorrían las líneas de texto, en cómo sus labios se movían ligeramente al leer pasajes que parecían particularmente importantes.

—Si has venido a espiarme, Comandante Kael, podrías al menos tener la cortesía de hacer algún ruido —dijo de repente, sin levantar la vista del documento.

No pude evitar que una sonrisa se dibujara en mi rostro. Era más perceptiva de lo que aparentaba.

—No pretendía espiar, Lady Auren —respondí, avanzando hacia ella—. Simplemente me sorprendió encontrarla aquí, burlando la vigilancia de Lord Cassius.

Ahora sí levantó la mirada, y sus ojos brillaron con un destello de desafío.

—¿Vas a delatarme, entonces? ¿Correrás a informar a tu príncipe que la bastarda real está leyendo documentos prohibidos?

Cada vez que utilizaba ese término para referirse a sí misma, "bastarda", lo hacía con una mezcla de amargura y orgullo que resultaba desconcertante. Como si hubiera tomado el insulto y lo hubiera convertido en una armadura.

—Si quisiera delatarte, habría traído a los guardias conmigo —respondí, acercándome hasta quedar al otro lado de la mesa—. ¿Qué estás buscando con tanto ahínco?

Dudó un momento, evaluándome con esa mirada penetrante que parecía capaz de ver más allá de cualquier máscara.

—La verdad —dijo finalmente—. Sobre la alianza, sobre mi matrimonio forzado, sobre por qué de repente soy tan valiosa para un padre que nunca me reconoció.

Miré los documentos esparcidos sobre la mesa. Tratados comerciales, mapas de fronteras, correspondencia diplomática... Estaba reconstruyendo el rompecabezas político por su cuenta.

—Es peligroso lo que haces —le advertí, aunque mi voz carecía de reproche—. Hay secretos en este castillo que podrían costarte la vida.

—¿Como el hecho de que mi futuro esposo está gravemente enfermo y probablemente no sobrevivirá al invierno? —preguntó, señalando una carta sellada—. ¿O como que las minas de hierro que supuestamente son parte de la dote están prácticamente agotadas?

Me quedé inmóvil. Esa información era extremadamente sensible. Si Auren la conocía...

—¿Dónde encontraste eso? —pregunté, tensando involuntariamente los músculos.

—En el despacho privado de Lord Cassius —respondió con una calma que contrastaba con la gravedad de su confesión—. Resulta que las sombras en las que me criaron me enseñaron a moverme sin ser vista.

Nuestras miradas se encontraron en ese momento, y algo pasó entre nosotros. Una corriente silenciosa de reconocimiento mutuo. Ambos éramos criaturas formadas en la oscuridad, entrenados para observar sin ser observados, para existir en los márgenes.

—Te matarán si descubren lo que sabes —dije en voz baja, acercándome más a ella—. Lord Cassius no tolera amenazas a su poder.

—¿Y tú? —preguntó, sin retroceder ante mi proximidad—. ¿Qué harás con esta información, Comandante? Tu lealtad está con el Príncipe Maelan, no conmigo.

La pregunta quedó suspendida entre nosotros, cargada de implicaciones. Mi deber era claro: informar a mi príncipe de todo lo que descubriera. Usar cualquier debilidad para fortalecer nuestra posición. Pero mientras miraba a Auren, con su determinación y su vulnerabilidad entrelazadas, sentí que algo dentro de mí se rebelaba contra esas órdenes.

En un impulso que más tarde me cuestionaría mil veces, saqué de mi bolsillo un pequeño trozo de pergamino doblado y lo deslicé hacia ella.

—No todos los enemigos visten uniformes extranjeros —murmuré—. Y no todos los aliados llevan la misma sangre que tú.

Auren tomó el pergamino con cautela, sus dedos rozando brevemente los míos. Ese simple contacto envió una descarga por mi brazo que intenté ignorar.

—¿Qué es esto? —preguntó, sin abrirlo todavía.

—Los nombres de quienes realmente negociaron tu matrimonio —respondí—. Y no, no fue idea de tu padre.

Sus ojos se abrieron ligeramente, revelando una mezcla de sorpresa y algo más... ¿esperanza, quizás?

—¿Por qué me ayudas? —susurró, y en su voz había una vulnerabilidad que nunca le había escuchado antes.

Era una pregunta para la que yo mismo no tenía respuesta. O quizás sí la tenía, pero no estaba preparado para admitirla.

—Porque a veces, Lady Auren —dije, retrocediendo hacia las sombras—, las lealtades no son tan simples como nos hacen creer.

Antes de que pudiera responder, me alejé hacia la puerta por la que había entrado. Pero antes de desaparecer, me giré una última vez. Auren había abierto el pergamino y lo leía con expresión impenetrable. Cuando levantó la vista, nuestras miradas se encontraron a través de la penumbra de la biblioteca.

En ese momento, supe que había cruzado una línea de la que no habría retorno. Para bien o para mal, nuestros destinos acababan de entrelazarse de una manera que ninguno de los dos podía prever.

Y mientras me fundía con las sombras del pasillo, una certeza me acompañaba: en este juego de tronos y traiciones, Auren y yo éramos peones destinados a destruirse mutuamente... o a salvarse el uno al otro.

  

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