Drak, el Rey de los Vampiros, era una leyenda viva. Aunque tenía más de 2800 años, su apariencia no superaba la de un joven de veinticinco. Alto, de complexión atlética y músculos definidos como esculpidos en mármol, poseía una piel pálida como la luna invernal. Su cabello negro caía lacio hasta los hombros, y sus ojos verdes eran hipnóticos, como esmeraldas encendidas por la magia. No era solo su físico lo que cautivaba, sino la energía que lo rodeaba: antigua, peligrosa y profundamente atractiva.
A diferencia de las leyendas humanas, los vampiros de su reino no eran monstruos de pesadilla. Caminaban bajo la luz del sol, se alimentaban sin matar, y vivían en sociedad con reglas estrictas impuestas por Drak. Su reino, oculto entre los riscos de las Montañas Sombra, era tan sofisticado como temido. Pero su visita a Aster no era una cortesía diplomática.
—No vengo a declarar la guerra —dijo, sentado en el sillón más alto del salón de Cedric—. Pero si no detenemos el avance de la magia o