El sol apenas había levantado el frío de la noche cuando el campamento empezó a moverse. Auren vibró, leve, contra el cinto de Adelia; la tibieza de siempre, sin alarmas. Ethan se acomodó el chaleco y cargó dos cuencos de sopa espesa para ambos. Kael, a unos pasos, siguió cada gesto como si le fuera la vida en ello. Habían compartido combate el día anterior y nada más. Ni palabras viejas ni cuentas pendientes. Solo la ruta al quinto sello.
Adelia se inclinó para alcanzar una cantimplora. La nauseas llegaron sin perdonar. Le ardió la garganta mientras el sabor acido le subía, apretó la boca con el antebrazo y vomitó sin poder evitarlo. Preocupado, Ethan dejó los cuencos en el suelo y fue hacia ella. Kal también se acercó, atento, listo para ayudar.
—Estoy bien —dijo Adelia, respirando por la nariz—. Se me pasará, debe ser algo que comí.
Ethan le pasó agua. Ella enjuagó su boca y bebió un sorbo. Fue un gesto mínimo, pero bastó para que Kael oliera la verdad. Miró a Adelia. Su pecho subi