El amanecer fue limpio y el aire no cortaba la piel. Levantaron el campamento con el orden que ya era costumbre. Adelia aseguró el relicario rúnico con el fragmento del quinto sello, comprobó la tibieza regular de la piedra de Auren en su cinto y dio el visto bueno a Kal. Los alados despegaron a baja altura para vigilar sectores. Ethan se incorporó por su cuenta, caminó unos pasos para probar fuerzas y se colocó junto a Adelia con paso firme.
El terreno seguía áspero. Costras de sal, vetas de cuarzo y cuencos erosionados por lluvias antiguas marcaban el suelo. Auren indicaba correcciones suaves hacia el sureste, como una guía discreta que evitaba los espejismos de la planicie.
Las náuseas habituales llegaron temprano, un malestar que subió por la garganta sin aviso. Una sutil arcada resonó bajo y bebió un sorbo de agua para pasar la acides y amargura en su boca, respiró hondo y sostuvo el paso aguantando la sensación de estómago revuelto.
—¿Estas bien? —dijo Ethan, evidentemente preoc