El amanecer tiñó de rosa el cielo invernal. La nieve crujía bajo los pasos de los aldeanos que comenzaban sus labores, mientras el humo de las chimeneas ascendía como hilos al aire helado. En la casa de Cedric, el ambiente era tranquilo, casi hogareño.
Adelia se había despertado temprano, incapaz de permanecer quieta. Desde la llegada de Ethan, una tensión persistente la acompañaba. Se cubrió con su capa de lana, calzó sus botas y salió hacia el claro donde entrenaba.
El bosque estaba en silencio. Cerró los ojos y extendió las manos. Sintió el invierno rodearla, el aire frío acariciando su piel. Por un momento, hubo paz.
—Si levantas los brazos de esa forma, cualquiera pensaría que invocas un espíritu del hielo —dijo una voz detrás de ella.
Adelia giró bruscamente. Ethan estaba apoyado contra un árbol, observándola con la calma de siempre.
Adelia alzó una ceja.
De regreso en la casa, Cedric los esperaba con el desayuno.
—¿Defensas internas? —replicó Adelia—. Eso suena a que me vas a romper el alma.
El entrenamiento los llevó a una cámara subterránea bajo la casa, donde Cedric guardaba cristales de visión. Le entregó uno pequeño, negro con vetas púrpuras.
En cuanto lo hizo, Adelia fue arrastrada a una visión. Vio a una mujer con su mismo rostro, mayor y más sabia, luchando en una llanura cubierta de ceniza. A su alrededor caían aliados, mientras un demonio alado rugía. La mujer no huía. Sonreía.
La visión se desvaneció. Adelia cayó de rodillas, jadeante.
Esa noche, Aster celebró la Noche de los Soles Dormidos. Los aldeanos colgaron faroles mágicos en los árboles, pidiendo protección en la estación más oscura. Adelia ayudó a los niños a encender pequeñas linternas con fuego flotante. Cada uno les dio un nombre: Esperanza, Valentía, Sueños…
Mientras observaba las luces suspendidas en las ramas, Ethan apareció a su lado.
Ella lo miró en silencio.
Días después, durante un entrenamiento, Ethan le enseñó una técnica de los guardianes: la cadena mental, un vínculo breve entre dos conciencias.
Adelia dudó.
Lo intentaron. Por un instante, Adelia vio recuerdos ajenos: un bosque nevado, una espada rota, un juramento en una lengua muerta. Y algo más… una visión de sí misma, en el futuro, frente a un portal dorado con lágrimas en los ojos.
Cortó la conexión de golpe.
Una mañana, mientras recogía agua en el pozo, escuchó rumores de comerciantes recién llegados.
Adelia apretó los puños. Más tarde, en casa, Cedric confirmó la noticia.
Un escalofrío recorrió a Adelia. La amenaza dejaba de ser un rumor. Era real.
Esa noche, al volver del entrenamiento, Ethan la esperaba en el umbral.
Ella arqueó una ceja.
Adelia respiró hondo antes de responder.
Él asintió, serio.
Ella lo miró un instante más de lo necesario.
Las luces de Aster titilaban en la distancia, como estrellas atrapadas entre ramas. Y más allá del resplandor del pueblo, una sombra se deslizaba entre los árboles, esperando. La guerra aún no había comenzado. Pero todos, de una u otra forma, ya estaban tomando su lugar.