El invierno estaba ya instalado en Aster. La nieve cubría los tejados, el viento golpeaba las ramas desnudas y las casas crujían bajo el peso del hielo. Dentro del hogar de Cedric, sin embargo, la chimenea y el aroma de infusiones mantenían a raya al frío.
Adelia, sentada en el suelo, intentaba hacer levitar cuatro piedras a la vez. Ya había fallado varias veces, y una de ellas casi le había golpeado la frente. Cedric, mientras tanto, tallaba runas en trozos de madera.
Ella apretó los labios, y una de las piedras salió disparada contra una repisa, derribando una figurilla de cristal. Cedric alzó una ceja.
Ambos rieron, y por un momento la tensión desapareció. Pero bajo aquella calma cotidiana, Adelia sabía que la oscuridad seguía creciendo más allá del bosque.
Ese día comenzó como cualquier otro: entrenamientos, tareas en la aldea, pequeñas rutinas. Sin embargo, a media tarde, un ruido quebró la normalidad. Un relincho, un crujido de ruedas sobre la nieve, y luego el sonido de una carreta deteniéndose cerca del camino sur.
Adelia se acercó con cautela. La carreta, tirada por dos caballos grises, se había detenido junto al viejo árbol retorcido. En el asiento, envuelto en una capa oscura, estaba un hombre alto, de piel clara y ojos azules intensos como hielo.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó ella, con la mano cerca de la daga que Cedric le había dado.
El hombre descendió con calma.
Algo en él la inquietaba. No parecía herido ni perdido, sino seguro de sí mismo. Adelia lo señaló hacia el sendero.
El desconocido inclinó la cabeza.
Aquella palabra la desconcertó. Nadie la llamaba así. Cuando el hombre se alejó, Adelia notó los símbolos grabados en la carreta: antiguos, de protección… y de invocación. Su lobo interior gruñó en alerta.
Esa noche, Cedric la llamó al salón. El visitante estaba allí, sentado junto al fuego. Ahora sin capa ni bufanda, mostraba un medallón de plata colgado al cuello. Adelia sintió un cosquilleo extraño. No era un lobo. No era humano común.
—Adelia —dijo Cedric—, este es Ethan. Un emisario de los guardianes del norte. Trae noticias importantes.
Ella lo miró con cautela.
Ethan sostuvo su mirada.
El silencio pesó en la sala.
—Puertas entre mundos. Lugares donde la magia es tan delgada que cualquiera con suficiente poder puede atravesarlos. —La voz de Ethan era grave y firme—. Y tú llevas dentro la energía para cerrarlos… o para abrirlos todos.
Adelia se volvió hacia Cedric, confundida. Él solo asintió.
El instinto de Adelia le decía que aquel hombre ocultaba más de lo que mostraba. Y los instintos de su lobo rara vez se equivocaban.
Los días siguientes fueron incómodos. Ethan observaba con atención cada entrenamiento de Adelia. No de forma amenazante, pero sí con la intensidad de alguien que buscaba respuestas.
—¿Tienes que mirarme así? —preguntó ella una tarde, después de que una esfera mágica explotara en humo verde.
Él sonrió apenas, y Adelia apartó la vista. Había algo en esa sonrisa que la desarmaba más de lo que quería admitir.
Una noche, Cedric salió a buscar hongos luminiscentes, dejándolos solos en la mesa. El silencio se volvió pesado.
—¿Por qué estás realmente aquí? —preguntó Adelia sin rodeos.
Ethan sostuvo la taza de té antes de responder.
—¿Y cómo sé que tú no intentas manipularme?
Él la miró directo a los ojos.
El lobo interior de Adelia gruñó. No era un gruñido de amenaza, sino otra cosa: una vibración desconocida que le revolvía el pecho.
—Hay algo en ti que me incomoda —admitió ella.
—¿Mi peinado? —respondió él con media sonrisa.
Adelia no respondió. Lo que la perturbaba no era su aspecto, sino la sensación de que ya lo conocía, aunque no supiera de dónde.
Ethan bajó la mirada.
Esa noche, Adelia soñó con una torre en ruinas. En la cima, una figura oscura sostenía un espejo. Dentro del espejo vio a Ethan, cubierto de sangre, luchando contra algo invisible.
—No puedes salvarlos a todos —dijo la figura con voz hueca—. Si lo intentas… te destruirás.
Adelia despertó con un grito ahogado. Ethan estaba en la puerta, como si lo hubiera presentido.
—¿Otro sueño? —preguntó con calma.
Ella lo miró, aún temblando.
Por primera vez, los ojos de Ethan mostraron miedo.
Al amanecer, la nieve comenzaba a derretirse. Y con ello, algo dentro de Adelia también cambiaba. Ya no era solo una loba huyendo de un pasado doloroso. Ahora estaba en el centro de una guerra antigua.
Tenía que decidir si sería un arma… o una protectora.
Lo único claro era que el visitante inesperado no había llegado por casualidad. Y su presencia lo cambiaba todo.