Início / Romance / EL CEO QUE NUNCA DEBÍ AMAR / CAPÍTULO 5 — Bajo sus reglas
CAPÍTULO 5 — Bajo sus reglas

La carpeta negra seguía ahí.

No la había abierto, pero tampoco podía dejar de mirarla. Estaba sobre la mesa como una prueba silenciosa de que nada en ese departamento me pertenecía, ni siquiera mis decisiones.

—No voy a firmar —dije.

No levanté la voz. No hacía falta.

Adrian estaba de espaldas, observando la ciudad desde el ventanal, con las manos en los bolsillos. No se giró de inmediato.

—Eso no estaba en tus planes cuando entraste a esta empresa —respondió con calma.

—Mis planes cambiaron —dije—. Y usted no puede seguir cambiándolos por mí.

Se giró lentamente.

No parecía molesto. Parecía… evaluando.

—Interesante —murmuró—. La mayoría no llega hasta aquí.

—No soy la mayoría.

Una sombra cruzó su expresión.

—Eso ya lo sé.

Caminó hacia la mesa y abrió la carpeta sin tocarla, como si el documento respondiera solo a su presencia.

—No es un nuevo contrato —dijo—. Es una extensión de control.

—Eso no lo hace mejor.

—Lo hace necesario.

—¿Para quién? —pregunté.

—Para ti.

Solté una risa seca.

—No necesito que me proteja.

—No tienes idea de lo que necesitas —replicó.

El silencio volvió a caer entre nosotros, pesado, incómodo.

—Dígame la verdad —exigí—. ¿Por qué yo?

Adrian levantó la mirada lentamente. Sus ojos grises se detuvieron en mí con una intensidad que me hizo retroceder un paso.

—Porque te metiste donde no debías —respondió—. Hace años.

Mi respiración se cortó.

—No sé de qué habla.

—Sí lo sabes.

Negué con la cabeza.

—No.

Adrian cerró la carpeta y la apoyó sobre la mesa con firmeza.

—Arruinaste una negociación —dijo—. Un acuerdo que iba a cerrar un trato importante. Lo hiciste sin saber a quién afectabas.

Un recuerdo golpeó mi mente sin permiso.

Un micrófono.

Una sala llena de hombres.

Mi voz temblando, pero firme.

—Eso fue un error —susurré—. Yo no sabía quiénes eran.

—Exacto —respondió—. No sabías a quién estabas desafiando.

—No fue personal.

—Para mí sí.

La confesión cayó como un golpe seco.

—¿Entonces esto es un castigo? —pregunté.

—No —dijo—. Es una corrección.

—Eso suena peor.

—Lo es.

Me alejé de la mesa.

—¿Me buscó por eso?

—Nunca dejé de observarte —admitió—. Sabía dónde estabas. Sabía cuándo estabas a punto de caer.

Mi estómago se revolvió.

—Eso es acoso.

—Es control de riesgos.

—¿Yo soy un riesgo?

Adrian me miró como si la respuesta fuera obvia.

—Eres impredecible —dijo—. Y eso es peligroso.

—Entonces ¿por qué me trae aquí?

—Porque prefiero tener bajo mis reglas a lo que puede desestabilizarme.

La frase me heló la sangre.

—No soy una amenaza.

—Eso pensabas la última vez.

Respiré hondo, tratando de mantener la compostura.

—Si cree que puede usarme como una pieza más… se equivoca.

—No —respondió—. No eres una pieza.

—¿Entonces qué soy?

Adrian dio un paso hacia mí.

—Una variable.

—No voy a aceptar esto —dije—. No voy a seguir jugando a algo que no entiendo.

—Ya estás jugando —replicó—. Desde que cruzaste esa puerta bajo la lluvia.

—Eso fue una coincidencia.

—No lo fue.

Mi pulso se aceleró.

—¿Me está diciendo que la entrevista estaba planeada?

—Digo que sabía que llegarías —respondió—. Y que sabía que aceptarías.

—¿Por qué?

—Porque las personas desesperadas no buscan salidas —dijo—. Buscan salvación.

—Usted no es mi salvación.

—Nunca dije que lo fuera.

El silencio volvió a tensarse.

—No firmarás hoy —continuó—. Pero tampoco te irás.

—No puede retenerme.

—No necesito hacerlo —respondió—. Ya estás dentro.

—¿Dentro de qué?

Adrian se acercó hasta quedar a pocos pasos.

—De un sistema del que no se sale sin consecuencias.

Mis manos temblaban.

—¿Qué quiere de mí?

—Que aprendas a obedecer —respondió sin rodeos—. O que aprendas a resistir sin romperte.

—Eso no es una opción.

—Lo es —dijo—. Y la decidirás cada día.

Tomó la carpeta y se dirigió a la puerta.

—Mañana viajamos —anunció—. No es negociable.

—¿A dónde?

Adrian se detuvo, sin girarse.

—Al lugar donde entendí que eras un problema.

La puerta se cerró.

Me quedé sola, con el eco de sus palabras golpeándome la cabeza.

Solo una certeza aterradora:

No había entrado en la vida de Adrian Blackwood por accidente.

Y ahora, él estaba decidido a demostrarme

que nadie lo desafiaba sin pagar el precio.

Caminé por el departamento sin rumbo durante varios minutos, tratando de recuperar el control de mi respiración. Cada rincón parecía observarme. No era paranoia. Era diseño. Todo allí estaba pensado para imponer calma… y dominio.

Me acerqué a la puerta de entrada y apoyé la mano sobre el lector digital. No reaccionó. No había manija. No había cerradura visible. Solo una superficie lisa que devolvía mi reflejo pálido.

Tragué saliva.

No estaba encerrada.

Pero tampoco era libre.

Regresé a la sala y tomé el celular. Intenté nuevamente llamar. Nada. Ni tono. Ni error. Solo silencio. La red corporativa seguía activa, pero bloqueada para llamadas externas. No era un fallo técnico. Era una decisión.

Me dejé caer en el sofá.

Adrian no había elevado la voz ni una sola vez. No había necesitado hacerlo. El verdadero poder no gritaba. Esperaba. Sabía que el tiempo jugaba a su favor.

Cerré los ojos y el recuerdo volvió con más fuerza.

La sala de conferencias.

El micrófono encendido.

El murmullo incómodo cuando dije lo que no debía.

Nunca supe qué consecuencias tuvo aquello. Hasta ahora.

—Un problema —había dicho.

Eso era yo.

No una mujer.

No una empleada.

Un problema que decidió controlar.

Me levanté de golpe. Fui al vestidor. Abrí cajones al azar buscando algo mío. No había nada. Ni una sola prenda que no hubiera sido puesta allí para mí… por alguien más.

Incluso mi presencia había sido planificada.

Una oleada de rabia me recorrió el cuerpo.

—No soy tuya —murmuré al aire—. No te pertenezco.

El silencio no respondió.

Pero el teléfono negro vibró.

Me giré con el corazón desbocado. El botón BLACKWOOD se iluminó.

No contesté.

Vibró otra vez.

Y una tercera.

Me acerqué despacio, como si el aparato pudiera morderme. Apoyé el dedo sin presionar.

La voz de Adrian salió clara, controlada, como si estuviera en la habitación contigua.

—No intentes salir —dijo—. No esta noche.

Mi garganta se cerró.

—Esto es abuso —respondí—. No tiene derecho.

—Tengo todos los derechos que firmaste —replicó—. Y algunos que todavía no entiendes.

—No voy a obedecerle.

Una breve pausa.

—No te lo estoy pidiendo.

La línea se cortó.

Me quedé mirando el teléfono, temblando.

Eso no había sido una amenaza.

Había sido una advertencia.

Y mientras la noche avanzaba y la ciudad seguía brillando indiferente, comprendí algo con una claridad brutal:

Adrian Blackwood no me quería cerca.

Me quería controlada.

Y el verdadero peligro no era caer en su juego…

Era descubrir hasta dónde estaba dispuesto a llegar

para que yo nunca volviera a desafiarlo.

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