No dormí.
O, al menos, no como se supone que duerme una persona libre. El descanso fue fragmentado, superficial, interrumpido por la sensación constante de estar siendo observada. Cada sonido del departamento —el aire, el leve clic de algún sistema oculto— me mantenía alerta.
Cuando el amanecer tiñó de gris los ventanales, ya estaba despierta.
El teléfono negro vibró a las seis en punto.
No me sorprendió.
—Prepárate —dijo la voz de Adrian sin preámbulos—. Salimos en treinta minutos.
—No voy a ir —respondí.
Silencio.
—No es una invitación —replicó—. Es una logística.
—No puede obligarme.
—No necesito hacerlo —dijo—. Ya hiciste tu maleta.
Miré alrededor. El equipaje estaba junto a la puerta.
No recordaba haberlo preparado.
El nudo en mi estómago se apretó.
—Esto es secuestro —dije.
—Es contención —corrigió—. Y si quieres seguir respirando tranquila, coopera.
La línea se cortó.
Treinta minutos después, estaba en el ascensor.
No porque quisiera.
Porque entendí que resistirme sin plan era