Inicio / Romance / EL CEO QUE NUNCA DEBÍ AMAR / CAPÍTULO 4 — La cena de los que mandan.
CAPÍTULO 4 — La cena de los que mandan.

El vestido me quedaba demasiado bien para ser casualidad.

Negro, ajustado en los puntos exactos, elegante sin ser vulgar. Cuando me miré al espejo del vestidor, por un segundo no me reconocí. No era la Valeria que había llegado empapada bajo la lluvia a una entrevista. Esta mujer parecía segura. Peligrosa, incluso.

Y eso me asustó.

Porque no era real.

Tomé aire y salí del departamento justo cuando el reloj marcaba la hora exacta. La puerta se abrió sola. El ascensor ya me esperaba abajo.

Nada en ese lugar ocurría por azar.

Adrian estaba dentro del vehículo cuando llegué al estacionamiento privado. No me miró de inmediato. Revisaba algo en su teléfono con la misma calma con la que otros respirarían.

—Puntual —dijo al fin—. Bien.

No fue un cumplido. Fue una evaluación.

El trayecto fue silencioso. Demasiado. La ciudad pasaba a nuestro alrededor como un decorado ajeno. Yo observaba las luces, las personas, la vida normal… preguntándome cuándo había empezado a sentirme tan lejos de todo eso.

—¿Dónde vamos? —pregunté.

—A un lugar donde escucharás más de lo que hablarás —respondió—. Y donde cada palabra tiene un precio.

Eso me heló la sangre.

El restaurante no tenía letrero. Solo una puerta discreta custodiada por dos hombres de traje oscuro. Adrian no dijo su nombre. No hizo falta. Nos dejaron pasar de inmediato.

El interior era sobrio, exclusivo. Mesas separadas, iluminación tenue, un silencio respetuoso que no era cómodo, sino calculado. Todos parecían importantes. Todos parecían observar sin mirar.

—Son personas influyentes —susurró Adrian mientras avanzábamos—. Políticos, inversionistas, dueños de cosas que no salen en los periódicos.

—¿Y qué hago yo aquí? —pregunté.

Él se detuvo junto a una mesa apartada.

—Aprender.

Nos sentamos.

No pasaron ni dos minutos antes de que alguien se acercara.

—Adrian Blackwood —dijo una voz masculina—. Siempre puntual. Siempre impecable.

Levanté la vista.

El hombre era mayor, cabello canoso, sonrisa amable… demasiado amable. Sus ojos, en cambio, eran fríos. Evaluadores. Se detuvieron en mí con interés abierto.

—Y esta belleza… no la conozco.

Adrian apoyó una mano ligera en la parte baja de mi espalda. El gesto fue sutil. Posesivo.

—Valeria —respondió—. Mi asistente personal.

El hombre alzó las cejas.

—Interesante elección.

No me gustó cómo lo dijo.

—Soy Víctor Hale —continuó—. Viejo amigo de Adrian.

—Mucho gusto —respondí, forzando una sonrisa.

—Oh, el gusto es mío —dijo—. Las asistentes de Adrian nunca son… comunes.

Adrian sonrió apenas.

—Valeria es eficiente —dijo—. Y discreta.

—Eso es lo que todos buscamos —replicó Hale—. Discreción.

Se sentó con nosotros sin pedir permiso.

La conversación fluyó como una danza peligrosa. Hablaron de negocios, de inversiones, de decisiones que afectaban a miles de personas, todo con un tono casual, como si estuvieran comentando el clima.

Yo escuchaba. Observaba.

Aprendía.

Hale me hacía preguntas indirectas. Pequeñas trampas.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando con Adrian?

—¿Te sientes cómoda en tu nuevo rol?

—Debe ser intimidante trabajar para alguien como él.

Cada respuesta parecía tener una consecuencia invisible.

Adrian no intervenía. Me dejaba responder. Me evaluaba.

—Valeria entiende rápido —dijo en un momento—. Eso es lo que importa.

—¿Entiende hasta dónde llegan tus límites? —preguntó Hale, mirándome directamente.

El silencio cayó como una cuchilla.

—Estoy aprendiendo —respondí con cuidado.

Hale sonrió.

—Las mejores lecciones siempre duelen un poco.

No me gustó ese hombre.

Cuando llegaron los platos, Adrian se inclinó hacia mí.

—No bebas demasiado —susurró—. Aquí, los errores se pagan caro.

Asentí.

En algún momento, Hale se levantó.

—Debo saludar a alguien —dijo—. Pero volveré.

Cuando se fue, solté el aire que no sabía que estaba conteniendo.

—¿Quién es realmente? —pregunté en voz baja.

—Alguien que no te conviene subestimar —respondió Adrian—. Ni provocar.

—No me gusta cómo me mira.

—Eso es irrelevante —dijo—. Lo importante es cómo te percibe.

—¿Como qué?

Adrian me observó durante unos segundos.

—Como una variable nueva.

Mi estómago se encogió.

Hale regresó poco después, esta vez con una mujer elegante a su lado.

—Adrian —dijo—, necesitamos hablar luego.

La tensión cambió. Se volvió más espesa.

—Valeria —añadió—, ¿podrías disculparnos un momento?

Miré a Adrian.

Él asintió.

—Ve al bar —ordenó—. No te alejes.

Obedecí.

Mientras esperaba, sentí una presencia a mi lado.

—No pareces fuera de lugar —dijo una voz femenina.

La mujer me sonreía con curiosidad.

—Gracias —respondí.

—Cuídate —añadió—. Este mundo devora a las que entran sin saber jugar.

Antes de que pudiera responder, se alejó.

El comentario me dejó helada.

Adrian regresó poco después. Su expresión era más seria.

—Nos vamos —dijo.

—¿Ya?

—Ahora.

Salimos sin despedirnos.

En el auto, el silencio era distinto. Más tenso.

—¿Pasa algo? —pregunté.

—Hale quiere saber hasta dónde llegas —respondió—. Y eso es peligroso.

—¿Para mí?

—Para ambos.

Me giré hacia él.

—Esto no estaba en el contrato.

Adrian me miró de reojo.

—Todo lo importante lo está.

—No leí nada sobre ser observada como mercancía.

Frenó en seco.

Me miró.

—Escúchame bien, Valeria —dijo con voz baja y firme—. En mi mundo, todo tiene un valor. La diferencia es si decides quién lo controla.

Mi corazón latía con fuerza.

—¿Y quién lo controla ahora?

Sus ojos se oscurecieron.

—Eso es lo que estoy decidiendo.

El auto volvió a avanzar.

Cuando llegamos al edificio, sentí un alivio extraño… que duró poco.

Al entrar al departamento, vi algo que no estaba antes.

Una carpeta negra sobre la mesa.

Mi nombre escrito en plata.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Adrian se quitó el saco.

—Una actualización del contrato.

Mi sangre se heló.

—¿Actualización?

—Hay personas interesadas en ti —respondió—. Y necesito asegurarme de que sigues estando bajo mis términos.

—¿Qué términos?

Adrian abrió la carpeta.

—Los que firmarás ahora.

Mi vista se nubló.

—No dijimos nada de volver a firmar.

—Las reglas cambian —respondió—. Y tú decides si sigues jugando.

Miré el documento.

Mi nombre.

Su firma.

Un espacio en blanco esperando la mía.

Y entonces entendí algo con terror absoluto:

La cena no había sido una presentación.

Había sido una subasta.

Y yo acababa de convertirme en el objeto más observado de la sala.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP