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CAPÍTULO 3 — Territorio Blackwood

No era un apartamento.

Era una fortaleza suspendida en el cielo.

Las puertas del ascensor se abrieron en silencio y lo primero que sentí fue el olor: limpio, frío, impersonal. Mármol oscuro bajo mis pies, paredes de vidrio que dejaban ver la ciudad iluminada como un tablero de ajedrez. Todo era demasiado perfecto. Demasiado grande. Demasiado ajeno.

—Este es su departamento, señorita —dijo el hombre que me había acompañado desde la oficina—. Cualquier cosa que necesite, el sistema está automatizado.

Antes de que pudiera preguntar algo más, se retiró.

La puerta se cerró detrás de mí con un sonido suave… definitivo.

Me quedé inmóvil unos segundos, escuchando. Nada. Ni pasos, ni voces. Solo el zumbido distante del aire acondicionado.

Solté la cartera lentamente y avancé.

La sala era enorme. Sofás claros, mesas de vidrio, obras de arte abstractas que no entendía. Una cocina abierta con electrodomésticos que probablemente costaban más que mi antiguo alquiler de un año entero. Todo parecía sacado de una revista.

Pero no había ni una sola fotografía.

Ni un objeto personal.

Ni una señal de vida.

—Tranquila —me dije en voz baja—. Es solo un lugar temporal.

Fui hasta una de las ventanas. La vista me dejó sin aliento. Estaba tan alto que los autos parecían luces en movimiento. La lluvia seguía cayendo, fina, constante.

Entonces lo noté.

No tenía señal.

Miré el celular. Sin cobertura. Intenté abrir mis datos. Nada. Solo aparecía una red Wi-Fi disponible: BLACKWOOD_CORP_SECURE.

Sentí un leve escalofrío.

Conecté.

La señal apareció de inmediato. Demasiado rápido.

—Qué raro… —murmuré.

Seguí explorando el departamento. El dormitorio era amplio, con una cama enorme de sábanas blancas impecables. El baño parecía un spa. Todo estaba listo para alguien que iba a quedarse.

Y entonces vi el teléfono.

No era un celular. Era un aparato fijo, negro, minimalista, sobre una pequeña mesa junto al sofá. No tenía números. Solo un botón.

Un botón con una palabra grabada en plata:

BLACKWOOD

Mi pulso se aceleró.

—Esto es absurdo —susurré, intentando calmarme—. Es solo un teléfono interno.

Justo en ese momento, escuché un sonido suave detrás de mí.

Un clic.

Me giré de golpe.

La puerta de entrada se abría lentamente.

Adrian Blackwood entró con la misma calma con la que entraba a su oficina. Traje oscuro, abrigo perfectamente acomodado, mirada fría y atenta. No tocó. No pidió permiso.

Solo entró.

—Llegaste bien —dijo, como si eso fuera una pregunta irrelevante.

—¿Cómo…? —mi voz se quebró—. ¿Cómo entró?

Cerró la puerta tras él.

—Este lugar también es mío —respondió con naturalidad—. Y tú trabajas para mí.

Sentí el impacto de sus palabras en el pecho.

—Nadie me dijo que vendría —dije, intentando recuperar algo de firmeza—. Este es mi espacio ahora.

Adrian me observó con interés, como si acabara de decir algo curioso.

—Todavía no entiendes —respondió—. Aquí no hay “mi” o “tu”. Solo funcionalidad.

Se quitó el abrigo y lo dejó sobre una silla.

—Necesitamos hablar.

Mi estómago se encogió.

—Pensé que empezaba mañana.

—Cambios de agenda —dijo—. Ocurren.

Se acercó despacio, recorriendo el departamento con la mirada.

—¿Te gusta?

—Es… impresionante —admití—. Pero no pedí mudarme hoy.

—Lo sé.

—Entonces ¿por qué?

Sus ojos grises se clavaron en los míos.

—Porque no confío en las coincidencias —respondió—. Y porque prefiero tener cerca lo que es importante.

La palabra importante me descolocó.

—Solo soy su asistente —dije.

—Por ahora.

Mi corazón dio un salto incómodo.

—Necesito saber algo —añadí—. ¿Por qué no tengo señal?

Adrian alzó apenas una ceja.

—Seguridad.

—¿Seguridad para quién?

—Para ambos.

Eso no me tranquilizó en absoluto.

—No me gusta no poder comunicarme —dije.

—Te acostumbrarás.

—No creo que—

—Valeria —me interrumpió con calma—. Firmaste disponibilidad total. Eso incluye entornos controlados.

Mi mente repasó el contrato desesperadamente.

—Eso no decía nada de aislamiento.

—Decía confidencialidad —respondió—. Y esto es parte de ella.

Se acercó un poco más. Demasiado.

—Esta noche me acompañarás a una cena.

—¿Esta noche? —pregunté, sorprendida—. Nadie me avisó.

—Te lo estoy avisando ahora.

—No tengo ropa adecuada.

Una sonrisa leve apareció en sus labios.

—Ya está resuelto.

Señaló hacia una puerta lateral que no había abierto antes.

—Hay un vestidor. Todo lo que necesitas está ahí.

Sentí un vuelco en el estómago.

—No recuerdo haber aceptado esto —dije.

Adrian me sostuvo la mirada con intensidad.

—Porque no leíste todo.

El silencio se volvió pesado.

—¿Qué cláusula? —pregunté.

—La última.

Mi respiración se volvió irregular.

—¿Qué dice?

—Que mi palabra está por encima del papel.

Eso fue lo que realmente me aterrorizó.

—Esto no es normal —susurré.

—Nada de lo que vale la pena lo es —repitió, como si esa frase le perteneciera.

Se dio la vuelta.

—Tienes una hora —dijo—. No llegamos tarde.

—¿Y si me niego?

Adrian se detuvo.

Giró lentamente.

—Entonces empezaremos a tener problemas —respondió con serenidad—. Y créeme… no te conviene.

Se marchó sin decir nada más.

La puerta se cerró detrás de él.

Me quedé de pie en medio de la sala durante varios minutos, sin moverme, como si el departamento pudiera observar me. El silencio ya no era elegante. Era vigilante.

Caminé hacia el vestidor con pasos lentos. La puerta se abrió con un sensor suave, casi respetuoso. Dentro, la iluminación era cálida, calculada para halagar. Vestidos perfectamente colgados, zapatos alineados por color y tamaño, joyas discretas pero claramente costosas.

Nada tenía etiqueta.

Nada parecía recién comprado.

Todo parecía elegido.

Pasé mis dedos por la tela de un vestido negro. Era suave, elegante, demasiado íntimo para no haber sido pensado para un cuerpo como el mío.

—Esto es una locura… —murmuré.

Busqué algo que me devolviera una sensación mínima de control. Mi bolso. Mi celular. Revisé otra vez. Sin señal. Intenté llamar a mi mejor amiga. No salió la llamada. Ni siquiera marcó.

El pánico comenzó a trepar me por la garganta.

Respiré hondo. No podía desmoronar me ahora. No después de haber llegado tan lejos.

Me senté en el borde de la cama y traté de recordar cada palabra del contrato. Cada línea. Cada espacio en blanco que había ignorado por miedo o cansancio. Pensé en cómo Adrian había sabido exactamente cuándo presionar, cuándo callar, cuándo mirarme como si ya supiera mi respuesta.

No me había dado opciones.

Me había dado la ilusión de elegir.

Miré el reloj del departamento. No era mío, pero marcaba el tiempo como si lo fuera.

Cincuenta y dos minutos.

Me levanté de golpe. Si iba a enfrentar esa cena, no lo haría temblando. Me cambiaría. Me presentaría. Observaría. Aprendería.

Porque si algo había entendido de Adrian Blackwood…

era que sobrevivir en su mundo significaba adaptarse rápido.

Elegí el vestido negro.

Mientras lo hacía, una certeza incómoda me atravesó el pecho:

Ese no era el comienzo de un empleo.

Era el comienzo de una prueba.

Y no tenía idea de qué pasaba con quienes no la superaban.

Yuna idea aterradora se instaló en mi mente:

¿Y si el contrato no era el verdadero encierro?

¿Y si la verdadera cláusula… era yo?

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