Eva se detuvo frente al espejo del pasillo. Había evitado su reflejo durante días, pero esta vez algo la atrajo irremediablemente hacia el cristal. Sus dedos rozaron la superficie fría mientras observaba su rostro, buscando algún indicio de cambio. Al principio, todo parecía normal: sus ojos cansados, la palidez de su piel, el cabello ligeramente despeinado. Pero entonces, un parpadeo. Un simple parpadeo que ella no había ejecutado.
Su reflejo sonrió cuando ella no lo hizo.
—No —susurró Eva, retrocediendo un paso.
El reflejo no la imitó. En cambio, ladeó la cabeza con curiosidad felina, como si estudiara a Eva desde el otro lado. Ya no era ella quien se reflejaba, sino una versión distorsionada: cabello más oscuro, labios más rojos, ojos que brillaban con un conocimiento antiguo.
—¿Me temes? —preguntó la imagen con una voz que era y no era la suya—. Somos la misma, Eva. Siempre lo hemos sido.
Eva negó con la cabeza, pero no pudo apartar la mirada. El espejo comenzó a ondularse como ag