Las llamas devoraban la mansión con hambre insaciable. Los espejos, testigos silenciosos de siglos de dolor, reflejaban el fuego multiplicándolo en un caleidoscopio infernal. El humo se arremolinaba en espirales negras que ascendían hacia el techo agrietado, donde las vigas crujían amenazando con colapsar en cualquier momento.
En medio del caos, Eva sostenía a Lucian entre sus brazos. La sangre manaba de su costado, oscura y espesa, empapando la camisa desgarrada y las manos temblorosas de ella. Sus ojos, aquellos ojos que habían visto pasar trescientos años de soledad, ahora se apagaban lentamente.
—No te atrevas a dejarme —suplicó Eva, con la voz quebrada por el llanto y el humo—. No ahora que por fin entiendo.
Lucian intentó sonreír, pero el gesto se transformó en una mueca de dolor. Un hilo de sangre escapó por la comisura de sus labios.
—Siempre fuiste tú —murmuró él, alzando una mano para acariciar el rostro de Eva—. En cada vida, en cada época. Siempre buscándote.
Eva apretó su